Fernando Linetzky nació en Avellaneda, en 1976. Estudió música, cine, letras y biología, y no se recibió de nada.
Primer premio en el concurso Itaú 2012 organizado por Grupo Alejandría. Primer premio en el concurso de cuentos de la Feria del libro de La Rioja 2015. Primera mención en el concurso del Fondo Nacional de las Artes 2016. Primer premio en el concurso Luis de Tejeda 2019. “Afuera el sol” es su primer libro publicado.
Actualmente vive y trabaja en La Rioja, Argentina.
Premios:
Mucho odio en la tele. La patada voladora de Cantoná cuando jugaba en el Manchester repetida una y otra vez. Odio. Un hombre con barba y piernas de maceta, comportándose como niño furioso, creyéndose hombre. Me sobrepasa. Como las bolsas de basura atrás de la puerta de la cocina. Tres bolsas llenas. Es sábado y empieza a anochecer y a mí me da no sé qué esta casa tan sola. Hoy se cumplen dos meses desde que ella se fue. –
–Quedate con toda esta mierda –dijo. Ni siquiera lo gritó.
Se llevó a mi hijo con ella. Antes se encargó de aclararme que por fin había encontrado un hombre. Un tipo sensible que la escucha, al que le importa si ella sufre, si está mal. Yo le dije algo sin importancia; ni siquiera sé si lo dije, lo pensé o lo susurré. ¿Qué iba a decir?
Ella dijo que me iba a avisar cuándo podría ver al nene. Por unos meses iba a ser imposible porque se iban a una gira de artesanos por la costa. Fue fácil imaginarlos en un micro viejo yendo de pueblo en pueblo con sus chucherías para vender. Mi nene en brazos del otro hombre, del hombre de verdad, mirándolo hacer pulseritas y collares. Feliz, lejos de mí.
Está oscureciendo y no tengo nada que hacer salvo sacar la basura que vengo acumulando desde que ella se fue. Estuve pensando y no pude recordar la última vez que le dije que la amaba. Igual ya no tiene importancia.
Cuando se fue, abrí la puerta apurado y corrí hasta la esquina. Miré para todos lados, pero ya no estaba. Busqué cigarrillos en el bolsillo y encontré el chupete viejo, mordido, con el que mi hijo se dormía cada noche. Lo apreté fuerte.
Una vez mi papá me dijo que yo arruinaba todo lo que hacía. No me lo dijo con maldad, me lo dijo más como advertencia. Que era una herencia familiar, que así éramos los hombres de la familia, no había nada que hacer. Yo tenía doce años. En lo primero que pensé cuando mi hijo nació fue en eso: yo nunca se lo iba decir. Ni a los doce ni a los veinte.
Está llegando la medianoche, apago la televisión y voy al baño. Me agarro de la pileta y me miro a los ojos en el botiquín. Con el tiempo banditas y aspirinas van cambiando por vendas y tranquilizantes. Giro los dos espejos de los costados hacia adentro. Miro mi perfil derecho, el izquierdo, me miro de frente. Tendría que salir; darme una ducha, afeitarme, vestirme bien, perfumarme y salir a caminar; entrar en algún cine. En algún bar ver si hay alguna mina sola. Contarle cómo extraño al nene, cómo extraño a mi mujer.
Vuelvo al sillón. Ya no hay nada que hacer acá. Ya no siento el olor de las bolsas: pero hablan entre ellas. Y las escucho. Hasta que no las saque no voy a poder salir a ningún lado. Ella y el nene podrían volver de un momento a otro y entrar a la casa. Lo primero que sentirían es el olor a podrido que ya no distingo, el zumbido insoportable que hacen las moscas encima de las bolsas. Ella diría: ¿Qué hizo? ¿En qué se convirtió este hijo de puta? Peor, se preguntaría: qué hago yo acá, para qué volví. Y su arrepentimiento me lastimaría más que la decisión de haberse ido.
Hasta que no haya sacado la última bolsa no voy a poner un pie fuera de esta casa. Lo que debería hacer es levantarme de este sillón. Dar un salto, correr a la cocina, agarrar las bolsas y salir de acá. Agarrar las tres bolsas más la que está en el tacho, dos en cada mano y a la calle. Quizás si saco la basura todo se arregle.
Agarro la bolsa que todavía está en el tacho y la ato con un nudo; la suelto encima de las otras tres. Miro la montaña con una especie de cariño. Me estoy moviendo. Estoy vivo. Abro el tercer cajón del mueble de la mesada y saco una bolsa nueva, la pongo en el tacho. Agarro dos bolsas con cada mano. Pesan más de lo que yo creí. Las arrastro un poco. Empiezo a transpirar. Me gustaría secarme la transpiración. Pero si apoyo las bolsas en el piso quizás ya no pueda sacarlas. Prefiero hacer todo de un tirón.
Camino por el pasillo de la cocina al living. Los brazos me tiemblan pero falta poco. Cuando me doy cuenta ya es tarde: una de las bolsas se abrió por abajo. Me doy vuelta y veo un camino de mugre. Como si fuese esos senderitos de jardín, flores y piedras rosadas a los costados, pero en este caso es basura: cáscaras de naranja, latas de atún, colillas de cigarrillos. Me quedo transpirado, descalzo, mirando el camino. Suelto las bolsas que hacen un ruido seco al caer al piso. Agarro una y la rompo al medio. La llevo al living, la levanto lo más alto que puedo y dejo que la basura vaya cayendo y desparramándose por todos lados. Busco otra bolsa y hago lo mismo. Paso a paso: bolsa, basura, piso.
A una la pateo cuando va cayendo. A otra la agarro del extremo y empiezo a girar a toda velocidad y la basura vuela por todas partes. Contra el vidrio del balcón, contra las paredes. Cuatro bolsas. Así hasta que no queda ni una sola. – Me siento bien: agotado y satisfecho. En el piso casi no hay lugar sin basura. Parece un mar quieto. Camino descalzo por encima. Las moscas son gaviotas. Me tiro en el sillón. Quisiera dormir, pero no voy a poder. Entonces saco el chupete del bolsillo del pantalón y me lo pongo en la boca.
Primer Premio Itaú – 2012
Llega tarde. Cansada y con hambre. Facundo y yo estamos jugando con unas pistolas de juguete. Está linda, las camisas le quedan bien y parece tranquila; feliz de estar en casa. Facundo se le trepa a los brazos. Ella lo besa un rato mientras yo le caliento la comida. Había preparado ravioles y le guardé una porción.
-Descansá. Yo lo acuesto –me dice después de comer.
Pienso que quizás las cosas no están tan mal como yo creo, que a veces un simple gesto puede crear armonía, que quizás es como dice mi vieja: que soy un disconforme y no valoro lo que tengo. Que busco imposibles. Me acuesto pensando en eso, sintiéndome bien.
Cierro los ojos y la veo: tiene puesto un vestido azul, largo hasta los tobillos. Unos aros grandes, el pelo atado en un rodete, los ojos pintados. Fue en el casamiento de mi jefe, habrá sido hace cuatro años, más o menos; seguro antes de que ella quedara embarazada. Bailamos abrazados. Yo le hablo al oído y ella se ríe. ¿Cuánto hace que no la veo reír así? Su cara ahora es otra, su gesto es otro. Quizás ella piense lo mismo de mí. Pero esa risa era hermosa. Me despierta la voz de Facundo, me llama desde su cuarto. Miro la hora y escucho que ella le dice que papá está durmiendo, que se quede ahí. Me gusta que me cuide.
Escucho que Facundo baja de su cama, camina hasta mi pieza y cuando abro los ojos lo tengo parado al lado mío. Estira su manito y dice:
-Vení, papá.
No opongo resistencia. Agarro su mano y me dejo conducir. Cuando entramos al dormitorio ella está echada en la cama, tiene al perrito de peluche en brazos.
-Facu, te dije que no –dice, medio dormida.
No puedo creer que no haya puesto más voluntad en retenerlo. Si sabe que estoy reventado, que necesito descanso. Qué le costaba. Tengo ganas de decirle: loca, mové el orto. Si lo vas a acostar, hacelo en serio o no lo hagás. Pero me callo.
Ella se sienta en la esquina de la cama. Apoya sus brazos en las rodillas, agarra al perrito de peluche con las dos manos y lo mira de frente.
-Quiero jugar con las pistolas –dice Facu.
-Facundo dormite. ¡Ahora! –grita ella.
Él hace un puchero y larga el llanto. Yo lo levanto a upa. Le digo a ella que vaya, que yo lo hago dormir. Trato de que no se me note la bronca.
-Lo apañás demasiado –dice enojada, negando con la cabeza. Se para y se va. Yo lo hamaco y le canto. Al rato se duerme. Cuando lo acuesto hace el intento de despertarse. Me quedo al lado de él. Le digo que se duerma, que ya es tarde. Desde la otra habitación me llegan los ronquidos suaves de ella, escucho cómo afuera se aquietan todos los sonidos, algún auto que cruza de vez en cuando, sólo eso. Pienso en aquella fiesta, en su risa. Facundo se mueve, le acaricio la cabeza hasta que se duerme.
A la mañana suena el despertador en nuestra pieza. Me levanto y voy hasta ahí. Ella duerme. Sobre la almohada, pegada a su oreja, sigue sonando la alarma. Apago el despertador con un manotazo. ¿Es que no piensa despertarse? Le doy pequeños golpecitos en el hombro. Muchas veces, mientras digo su nombre con los dientes apretados.
-Las ocho, a ver si te levantás.
Abre los ojos. Me fulmina con la mirada. Antes de irme resoplo. Fuerte, para que se note. Me vuelvo a acostar al lado de Facundo. Ella viene a la pieza y me pregunta qué me pasa. Podría haberse acercado hasta mí, apoyarme la mano en la espalda y preguntarme: ¿qué te pasa, mi amor? ¿Estás bien? Pero no.
-Me pudre que te enojes por todo –dice entre dientes, para no despertar a Facundo. Se da vuelta y se va. Oigo el sonido de la ducha. Miro el techo. ¿Por qué es tan difícil?
Cuando escucho que termina de bañarse camino hasta el baño y me asomo. Ella está cubierta con una toalla.
-Estoy cansado de que me hables mal –le digo desde la puerta. En mi voz hay claramente un intento de recomponer las cosas, de volver a conversar como dos personas normales.
-¿Vos estás cansado? –abre los brazos al hablar y se le cae parte de la toalla
-¿Vos te escuchás cómo me hablás? Te despertás y ya estás de mal humor.
Yo pienso lo mismo de ella. Pero ella lo dijo primero.
-Me hablás con un odio tremendo –le digo.
Se ríe.
-¿De qué te reís?
Escucho un ruido. Voy hasta el dormitorio de Facundo. Sigue dormido. Vuelvo al baño. Ella dice:
-Apenas llego te tirás en el sillón y lo primero que decís es “no doy más” –lo dice imitando mi voz, mi tono, mi gesto.
-Loca, estoy cansado. Hace dos días que lo único que hago de mi vida es laburar y cuidar a Facundo, para que vos puedas hacer ese cursito de psicólogos.
-Es un seminario sobre Lacán.
-Me chupa un huevo Lacán.
-Todo lo que yo hago te chupa un huevo. –
-¿Qué? ¿Qué dijiste?
-No se te puede pedir nada que ahí nomás lo echás en cara. Dos días…
-¿Por qué no pensás un poco en mí?
-No se puede. No se puede hablar. No me dejás hablar. Siempre lo mismo. Es un monólogo –dice y se va. Yo la agarro del brazo pero se suelta y se va a la pieza. La sigo.
-Hablá –digo.
-¿Para qué? Si no me vas a dejar. – Me mira con bronca. Tengo miedo de que no siga. Pero sigue.
-Dos días lo cuidaste. Yo sigo limpiando la casa, haciendo la cama, lavando toallas que vos después tirás al piso –me muero por abrir la boca, por explicar que todo se entiende mal. Siempre. Pero ya no sé qué se entiende mal, ya no sé cuál es el instante en que todo se nos va a la mierda -Dos días. Pero al señor le agarran sus crisis existenciales y yo tengo que bancarme todo, hasta que dudes de seguir conmigo.
-Me voy a bañar –digo –Tengo que ir a trabajar.
Cierro la puerta del baño. Me estoy sacando el calzoncillo cuando abre la puerta y me grita:
-¿Sabés una cosa? Yo trato de cambiar –tengo la vista clavada en ella, voy tanteando el calzoncillo y tratando de subírmelo. Sigue: -Me anoté en el seminario porque quiero progresar, porque me siento estancada en todo. Pero vos no ves nada –dice y se va dejándome con la palabra en la boca. La persigo mientras termino de subirme el calzoncillo.
-Lavé todos los platos. Barrí la casa. Vos tampoco ves nada. Lo único: que tiré la toalla limpia. ¿A quién mierda le importa la toalla limpia?
-A mí. Que soy la que se ocupa de lavarla.
-Es una puta toalla.
-Bajá la voz porque vas a despertar a Facundo –dice apuntándome con las dos manos abiertas. Después agacha un poco la cabeza, y deja caer los brazos -Si vos me ayudaras un poco acá…
-Hago mucho más que todos los hombres que conozco.
-Seguro.
-Seguro –digo imitándola.
-¿Qué me cargás?
-Vos me cargaste antes – siento lo patético de la situación, parecemos dos chicos de seis años. Me pregunto cómo llegamos a esto -Tendrías que hablarme distinto.
-¿Con una reverencia para el gran hombre que cuida a su hijo, el último padre presente de la humanidad? Ayer salí un minuto al patio a regar con Facundo y cuando entramos vos ya estabas durmiendo.
-¡Estoy reventado!, ¿no podés entender? –digo y me voy. No tengo ganas de bañarme, no tengo ganas de ir al trabajo, no tengo ganas de nada. Entro a la pieza de Facundo y me acuesto al lado de él. Lo miro. – Se asoma a la puerta, dice:
-¿Qué vas a hacer? ¿Vas a portarte como un nene y vas a dormir todos los días con Facundo?
Se va. Escucho que dice por lo bajo desde la pieza, pero suficientemente alto como para asegurarse de que la escuche:
-Bolas vengo a pedirte. Justo a vos. – Me levanto. Entro como una tromba en el cuarto. Cierro el puño. Aprieto los dientes. Ella se pone de espaldas a mí y se agacha un poco. Le respiro en la nuca.
-Dejá de agredirme –digo. Levanto el puño -Dejá de agredirme, pelotuda.
Ella sigue de espaldas a mí, escucho cómo traga saliva. – Entro en el baño, tengo que ducharme. Bajo el agua respiro hondo. Miro para arriba y dejo que el agua me caiga en la cara, que me calme. Salgo de bañarme. Me pongo el mismo calzoncillo. Me miro en el espejo, tengo los ojos rojos. Entro en nuestra pieza. Ella está envuelta en la toalla, en la cama, la espalda contra la pared. Yo agarro una remera del armario y me la tiro sobre el hombro. Agarro el pantalón que está en la silla. Me lo pongo. Paso por el comedor. Sobre la mesa el plato con los restos de ravioles, al lado una de las pistolas de Facundo. Si no fuera de juguete, pienso. Abro la puerta. Afuera el sol.
Primer Premio Feria del libro La Rioja 2015
Pego la oreja a la pieza donde está mamá, que grita y llora. Papá le dice algo en voz bajita. Trato de escuchar, pero cuando están encerrados no les entiendo. Mejor vuelvo al comedor. Acá en la tele sigue el programa que a mí me gusta, el de los chicos como mi primo, que quieren conseguir su viaje de egresados. Domingos para la juventud se llama. Silvio Soldán, el conductor, hace preguntas y el mejor de cada división tiene que elegir la respuesta. Aprietan ositos de peluche o las medallas que les cuelgan para darse suerte y no equivocarse. Se parecen a mí cuando me abrazo a mi perra Pamela. Quiero adivinar las respuestas, pero los gritos de mamá no me dejan concentrar, son diferentes a los gritos que pega cuando no llora. Estos dan un poco de lástima. M i hermano les puso nombre, no me acuerdo cuál. Si él estuviera en casa podría preguntarle, sabe muchas cosas. Pero no está, salió con su novia. Pamela viene y se tira a dormir sobre mis pies. Escucho cómo llora mamá, el ruido es como de una risa loca. Silvio Soldán pregunta por la raíz cuadrada del número ciento veintiuno. Yo vengo fallando en las respuestas. No me sale ninguna bien. Hasta que dice “¿Cuál es la capital de Francia?: Roma, Kamchatka, o París”. “París”, digo yo. “París”, dice la chica de la tele. “¡París!”, grita Silvio Soldán. La pegué. Salgo corriendo hasta la pieza, abro la puerta y digo que respondí bien. Ellos se callan. Mi papá me mira y parece que le gusta que yo haya ganado. Los ojos de mi mamá están hinchados como los de un hipopótamo. Yo cierro la puerta y vuelvo al televisor.
Se hace de noche y ellos siguen encerrados. Voy hasta la cocina, agarro una bolsa de alimento para perros y pongo un poco en el plato de Pamela. Abro la heladera y saco un pote de mayonesa. En el despensero no encuentro galletitas, pero hay una bolsa con el pan de ayer. Llevo todo al comedor. Me siento y sigo mirando el programa. Abro el pan al medio y le unto mayonesa. Ya no hay gritos. Solo se escucha a mamá que llora suavecito desde la pieza.
Pamela duerme. Me lleva diez años. Mamá dice que en años humanos son como más de cien. También dice que esta perra, mezcla de salchicha y perro de la calle, me eligió a mí como su dueño. Que antes la había elegido a ella pero que desde que nací Pamela me cuidó y me eligió. Hace un tiempo que le dan ataques. En la pieza vuelven los gritos. Acaricio la cabeza de Pamela.
En la tele llegó la mejor parte del programa, cuando se sabe quién abre el cofre de la felicidad. Uno por uno van pasando los chicos y las chicas con las llaves que ganaron y ahora prueban. Es una parte que da muchos nervios. Pamela empieza a sacudirse fuerte. Corro hasta la pieza de mamá y papá, abro la puerta y digo: ¡Pamela! Mamá salta de la cama y viene corriendo al comedor. Sostiene a nuestra perra, apretándola contra el suelo.
Cuando llega el veterinario el ataque ya pasó. Pamela duerme en su manta, en un rincón de la cocina. Mis papás y el veterinario hablan en la mesa redonda. Yo espío desde la puerta, un poco escondido. Hablan de nuestra perra. El veterinario les explica que es mejor sacrificarla porque está sufriendo. Es vieja, está enferma y no hay nada más que hacer. Me quedo pensando qué quiere decir con eso de sacrificarla. Es una decisión de ustedes, dice al final. Mi mamá llora. Mi papá se para y va y viene por la cocina; hasta que me ve y me agarra la mano: a dormir. Me lleva a mi pieza y me acuesta. Desde acá escucho llorar a mi mamá con más fuerza. Le pregunto a papá por qué.
-Se está riendo –me dice.
No me animo a preguntarle si Pamela va a morir. Pero la risa se escucha cada vez más fuerte.
Mi mamá me despierta temprano. Pamela se murió, me dice. Tiene la cara lisa de tanto llorar, los ojos rojos. Yo quiero llorar pero no me sale. Ella me lleva a la escuela y en el camino me explica que es mejor que se haya muerto, que ahora ya no va a tener que sufrir más. Y me dice algo de un cielo para perros. Me imagino a Pamela allá arriba, rodeada de otros animales, nubes y estrellas. Feliz.
Mamá pide hablar con la maestra. Estamos en la entrada del grado. Me apoya la mano en el hombro y le habla a la maestra como si yo no estuviese ahí, escuchando todo. Le dice que murió nuestra perra, la perra de toda la vida. Le avisa por si me nota raro. También le dice que si llego a estar muy mal, la mande a llamar.
La señorita, que se llama Nora y que es muy buena conmigo, dice que sí, que no se haga problema. Y mi hombro pasa de la mano de mi mamá a la mano de Nora. Algunos chicos me preguntan qué pasó. Pero no les contesto. No es un día para hablar.
Al otro domingo las cosas como siempre. Mi hermano con su novia. Mis papás encerrados en la pieza. Los gritos de mi mamá. Yo mirando la tele. Me parece escuchar el sonido que hacen las uñas de Pamela cuando pisa el suelo. Me asusto y corro a la pieza, abro la puerta y miento: digo que acerté, aunque en el programa ya terminó la parte de las preguntas. Ni papá ni mamá se dan cuenta. Vuelvo al comedor. Los gritos de mamá se mezclan ahora con los de Silvio Soldán que salta y se ríe. Parece que alguien encontró por fin la llave de la felicidad.
Segundo Premio Feria del libro La Rioja 2012
Apenas bajo del micro siento que los zapatos se me pegan al asfalto. Da la sensación de que todo se estuviera derritiendo en este pozo bordeado de montañas. Me cuesta respirar con normalidad. En dos minutos el micro desaparece y la termina l queda desierta, sólo dos chiquitos jugando en calzones y una pareja de viejos tomando mate en la puerta de su casa. Parece un pueblo abandonado. Lucía alguna vez comentó que a la hora de la siesta no quedaba nadie en las calles; jamás pensé que fuese tan literal. Pasé todo el viaje sin dormir, pensando en ella, en qué le iba a decir cuando la tuviese enfrente. Fui un idiota, debería ser lo primero. Durante mil doscientos kilómetros ensayé distintas maneras de explicarme, distintos tonos, el culposo, el arrepentido; practiqué respuestas para las reacciones que, intuía, Lucía podría llegar a tener. Ahora, mientras arrastro mi Samsonite nuevo por estas calles vacías, me pregunto por qué tuve que llegar a este punto, por qué no concedí algunas cosas menores en su momento; estaríamos caminando por Puerto Madero o cenando en algún restorán de Palermo, y yo no tendría que ver cómo se me llenan de polvo los zapatos.
Desde que Lucía se volvió a su provincia, cuando terminó de rendir los finales, la llamé una o dos veces por día. Al principio me decían que no estaba, hasta que un día la madre me dijo: “Mire, m’hijito, no quiere atenderlo, así que por favor no llame más”.
Después de dar varias vueltas buscando un lugar aceptable, decido entrar a un par de hoteles mediocres pero no tienen habitaciones. ¿Cómo es posible que haya gente que decide pasar sus vacaciones en un lugar como este? El tercero en el que pregunto es todavía más feo, pero les queda un cuarto atrás.
-¿Qué pasa que están todos los hoteles ocupa dos? –pregunto.
-Vienen para la Chaya -me aclara la recepcionista con orgullo, como si me estuviese hablando de la reunión de los G7.
Una vez salíamos del cine y, hablando de todo un poco, Lucía me habló de la Chaya. Yo me reí: sólo les falta bailar alrededor del fuego, dije. Muchas veces la ofendían mis comentarios, pero yo después me disculpaba. No era que yo no tuviese consideración por su lugar de origen, como me reclamaba Lucía. Pero teniendo todo el confort de la ciudad, francamente, qué objeto hay en extrañar un pueblo como este, mejor dejarlo en el recuerdo.
La chica de la recepción me pregunta si necesito algo más; aprovecho y le pregunto por la calle que tengo anotada en un papel. Me da un montón de indicaciones y referencias para ubicarme. También me advierte sobre la temperatura, me dice que acá el calor no es joda. Le digo que ya me di cuenta. Antes de salir me doy un baño, me pongo una camisa y me perfumo. Pienso en ponerme el saco que traje, pero no quiero llegar transpirado a la casa de Lucía.
En la calle las cosas parecen desteñidas, como si un sol furioso les hubiese arrancado los colores. No hay aire. Me pregunto si habrá valido la pena tanto viaje, pero en seguida estoy arrepentido de semejante pensamiento. Lucía vale la pena, me digo. Observo las veredas, las casas, todas esas montañas donde termina el pueblo y trato de imaginarla acá. Escucho un clamor extraño, como de murga desafinada o de hinchada de fútbol. Cuando llego a la esquina donde tengo que doblar veo una multitud; una nube blanca, que parece talco, flota sobre ellos. Cantan, saltan, se chocan en una especie de pogo gigante, como si fuesen adolescentes enfervorizados. Me llega un olor: mezcla de harina, alcohol y transpiración. Todo fermentado por el sol. Un grupo de chicas me grita: “Vení rubio, prendete”. Quizás debería intentar ir por otro camino y no pasar por ese caos, pero tengo miedo de perderme. Las esquivo lo más rápido que puedo y sigo caminando. El grueso de la gente está en el medio de la calle, así que voy por la vereda, pegado a la entrada de las casas.
Ya estoy por salir del tumulto cuando siento en la espalda algo frío, tardo un instante en darme cuenta de que me han empapado. Me doy vuelta y veo frente a mí a las chicas que antes vi gritando. Ahora se ríen a carcajadas. Una tiene un balde en la mano y me lo muestra. Otra de las pibas saca un puñado de harina de una bolsa y me lo tira. Me quedo inmóvil como un muñeco al que están decorando. Aparece un tipo y me dice: “Chango, no te dejes”, y me regala una bolsa de harina. Agarro un puñado y le tiro a una con furia. Ya está bañada en harina y barro. Las demás corren. Empiezo a correrlas yo también, me pregunto qué voy a hacer si las alcanzo y me da miedo no reconocerme en esta reacción.
Después de una cuadra paro agotado. Me agarro las rodillas con las manos y trato de recuperar el aire. Un tipo se acerca y me pasa un vaso de vino. Le digo que no, que me deje en paz. Tengo que calmarme, estos nervios van a jugarme en contra. Decido ir a cambiarme al hotel, darme una ducha y empezar de nuevo pero una de las chicas se me acerca, me agarra con fuerza y me arrastra al medio de la gente.
-Tengo que irme -le grito y me suelto el brazo bruscamente – Rajá de acá –digo pero ella, como si yo no hubiese sido claro, se pone a saltar exaltada. La miro incrédulo, la chica toma de una botella, me mira, se ríe y me convida. Algo le falla a esta mina, pienso, y le doy la espalda. El sol cae sobre nosotros, tengo la boca seca. La música suena fuerte. Todos saltan y cantan. Quiero alejarme pero no es fácil. Más intento salir, más atrapado me siento. Hay brazos que me agarran, y escucho voces que me animan a que participe del ritual. Acepto un vaso de vino para calmar la sed, vino barato que enseguida paso, co n asco. Pero el gesto parece desencadenar reacciones nuevas. Las chicas me abrazan. Los hombres me sonríen y me siguen pasando vasos. Mientras doy algunos sorbos miro por dónde escapar. No hay modo, con tanta gente alrededor, perdí la ubicación de las calles. El alcohol me empieza a hacer efecto. Siento el sol en la nuca. También yo me estoy derritiendo. Una de las chicas llega con otro balde de agua. Se lo saco de las manos y me lo tiro encima. E l vaquero se me pega a las piernas. Tengo que irme de acá y cambiarme, volver a estar en condiciones, pero ya no estoy seguro de dónde queda el hotel y las caras desconocidas se me hacen menos hostiles embadurnadas en harina y transpiración. Parecen viejos parientes con los que compartimos u n cumpleaños, un casamiento. En la enorme ronda que se armó sin que sepa cómo, me encuentro agarrado de los que tengo a mi lado. Saltamos girando, convertidos en un zamba humano, empujándonos sin violencia unos a otros. Siento que algo crece dentro de mí, una emoción que reconozco enseguida: así festejábamos los sábados de mi infancia en la cancha de Arsenal. No sé cuánto tiempo pasa hasta que el cielo comienza a nublarse o quizá esté oscureciendo. Una de las chicas se suelta de mi brazo y gira como un trompo por el medio de la ronda. Todos le festejan el baile, algunos la imitan. La aplaudo con ganas hasta que la ronda se deshace, y quedamos bailando como poseídos. La chica que inició el baile viene bamboleándose hasta mí. Se ríe mientras me pone una hoja de alguna planta perfumada detrás de la oreja. Entre la gente, a lo lejos, me parece ver a Lucía. La aparto para ir hacia allá, y escucho que la chica pregunta si me voy. Le digo que ya vuelvo y me abro camino a los empujones pero es muy fácil perder el sentido de ubicación entre tantas caras blancas, gestos grotescos, risas que hacen doler los oídos. Todo es blanco, el aire, el cielo, la luz. Me llega desde cerca la risa de Lucía, sigo buscando pero termino en el mismo lugar que antes, saltando con todos, sintiéndome parte de algo más grande, menos doloroso. Entonces, en medio del frenesí, mientras canto a los gritos, aparece Lucía. Por inercia sigo saltando, como una pelotita de tenis que se deja caer, hasta que quedo estático frente a ella. Me mira con sus enormes ojos negros. Tiene la cabeza envuelta en un pañuelo lleno de colores. La cara manchada de harina.
-¿Qué hacés acá? -me dice gritando, en puntas de pie, acercándose a mi oído -¡Desentonás! -se ríe a carcajadas. –
Vine a buscarte -grito.
Lucía me mira de pies a cabeza. Luego directo a los ojos. De un salto se cuelga de mi cuello y me da un beso en la boca. Alrededor sigue el carnaval. Sus amigos se acercan y, entre risas y gritos, se la llevan del brazo. Estiro mi mano para agarrar la suya pero sólo consigo tocar la manga de su remera. Lucía se deja ir, hasta que la pierdo de vista. Me envuelven en una nueva ronda, con una mano aferro un hombro, con la otra recibo una botella. Tomo, paso, salto. Doy vueltas. Me saco la camisa y me la ato en la cabeza. Salto desenfrenado y siento que unas lágrimas se mezclan con la lluvia que golpea mi cara. Alguien grita que viva la Chaya, y todos respondemos: ¡Viva! ¡Viva!
Tercer Premio Feria del libro La Rioja 2019