MANGHESI SARA
Nació en La Rioja, en 1947. Es Economista, ejerció su profesión y fue docente universitaria. Es madre de mujeres y tiene nueve nietos.
Recorrió el interior de su provincia trabajando en estrecho contacto con sus habitantes; viajó por diversos lugares de su país y del mundo, poniendo interés especial en conocer en cada sitio, su gente. Su narrativa está cargada de esas vivencias.
Lectora desde la primera infancia, confiesa que prefiere los libros de papel. Escribe desde 2006. Tiene 4 libros editados: Valijas con voces (2008), Seres mágicos capaces de encender el mundo (2010), Afuera la vida es un lugar (2016) y Llueven pájaros (2018).
OTRAS PUBLICACIONES
En esa casa suceden milagros, milagros verdaderos, como el de la Carmela. De ese me acuerdo clarito. Tal vez porque fue el primero. El primero que yo supe, al menos, porque ellas no cuentan mucho. Es que son tan rezadoras, las dos, ¡tan creyentes! Del de la Carmela me enteré porque fui al hospital a visitarla y no estaba anotada en ningún libro, y la cara que me puso la de Informes era, más o menos, como decirme loca. Yo estaba segura que ese día la operaban, porque el día que se quebró yo la acompañé en la ambulancia, la pobre María con tantos años y los nervios no era de mucha ayuda. Delante de mí le sacaron las radiografías, y a mí me mostraron la quebradura, fiera, según el médico, bien fiera. Cuando llegó la María le dijo clarito: esto hay que operar rápido por la edad, hay que pedir la prótesis porque no da para clavo. Mientras tanto la mandó a la casa pero en cama, ni al baño se me levanta. Siete días, más o menos, eso tarda. Ocho fueron los días que la Carmela se quedó quietita, como le indicaron, tan obediente. Yo la cuidé por las noches, bah, si se puede llamar cuidarla poner la chata e higienizarla a la mañana. Y ellas dos, rezando. Todo el tiempo que estaban despiertas, rezaban. Al octavo día la llamaron del hospital para avisarle que ya estaba todo listo, ahí nomás fue la ambulancia y se la llevaron. Por eso me asusté tanto cuando fui a visitarla y no estaba. Se murió, pensé, se murió y nadie se acordó de avisarme. Pero cuando le pregunté a la de Informes se rió diciendo no, qué se va a morir, se fue a la casa sin operarse ni nada, yo creí que usted sabía. Con el alma en un hilo me fui corriendo, llegué a la casa y me las encontré a las dos con los sobrinos, tomando un cafecito, sentadas, la Carmela también sentada. Y ahí me contaron. Que cuando vinieron a revisarla para llevarla a sala, la de operaciones, ella se sentó solita en la cama, y ahí nomás el médico se dio cuenta de que algo raro pasaba. En vez de al quirófano la llevaron a rayos, La quebradura no estaba. Nada. Lo que se dice nada. Llamaron a varios doctores, revisaron todas las placas, las de antes, las nuevas, le hicieron mover la pierna que hasta ese momento no podía hacer nada, y pudo. Qué le va a hacer, le dijeron, es un milagro. ¿Usted cree en los milagros? Y que las dos se sonrieron, se emocionaron. Sí que creemos, contestó la Carmela. La mandaron a la casa con la promesa de cuidarse. Ellas siguieron rezando, pero, esta vez, en agradecimiento. Es verdad que el milagro que yo necesito es un poco más grande, es de otro tipo, pero quién sabe.
El segundo milagro que les conozco es el del cáncer de la María. Que no está curada, dicen que el cáncer no es que se cure sino que se detiene. El de la María se lo descubrieron por un dolor de panza que le daba todos los días a la misma hora, justo en los días que siguieron al de la Carmela. Todos creían que era por los nervios, entonces se tomaba un tecito, se sobaba un poco, según ella se calmaba. Vaya a saber si es cierto, tal vez le parecía, o la preocupación por la hermana era más grande. Para cuando decidió ir al médico el tumor era como un pomelo. Inoperable, por el lugar. Y por los años de ella, más de noventa. Hay que hacer rayos, le indicaron, después quimio. Entonces siguieron rezando… Para que no sufra mucho, dijo la Carmela, porque no hay esperanzas, ya está muy avanzado. Se hizo los rayos, pobrecita, quedó tan flaca, y amarilla, se le notaba el cáncer en la cara. Ni una queja se le escuchó en todo ese tiempo. Una sola vez dijo que estaba cansada. Nada más que eso. Una semana antes de empezar la quimio la acompañé al control, así que yo estaba cuando ella le contó al médico que ya no le dolía nada y que no sentía la pelota en medio de la panza. Veamos, dijo el médico. Y vio. Vio que no tenía nada, ni seña. Le pidió más estudios, unos análisis raros, y nada. Es un milagro, le dijo. ¿Usted cree en los milagros? Claro que creo, contestó ella, medio lagrimeando pero contenta. Y siguieron rezando otra vez, en agradecimiento.
Por eso, porque en esa casa ocurren milagros y eso es lo que estoy necesitando, voy para allá antes que al cementerio. Voy a esa casa para que la Carmela y la María sigan rezando, con mucha fe, más que nunca, para que Dios me perdone, para que vos no resucites el día del juicio, para que tú alma se pudra junto con tu cuerpo y para que el hijo que engendraste nunca sepa que su padre fue un violador. Y de nuevo que Dios me perdone por haberte degollado, a pesar de ser mi marido, porque lo que le hiciste a la Rosita, eso, no tiene perdón.
Recomendación del Jurado Concurso 2010 de Ediciones Ruinas Circulares, Buenos Aires
Amelia, es Amelia, dice y está linda, joven, con ese vestido amarillo pálido con flores en tonos pastel y los ojos tan verdes, sonriendo; hay un teléfono que suena con el ring ring de los aparatos negros, pesados; y yo sin entender cómo ella sabe que es Amelia si el teléfono aún suena y nadie levanta el tubo; nadie puede atender esa llamada porque no hay teléfono y el sonido se convierte en una bocina que abre paso al auto azul desvencijado que a toda velocidad baja hacia el centro con una camisa blanca agitándose por la ventanilla y la desesperación pintada en los rostros que quieren salirse por el parabrisas para llegar más rápido. Vuelvo la cabeza para mirarla y ya no está, ni ella ni sus ojos verdes, está la parra cargada de uvas negras, hay miles de abejas picoteándolas pero el perfume no es a uva; y de pronto aparece Amelia con los brazos en alto pidiendo a gritos que alguien ataje el agua porque el Erme se le cayó al canal, el Erme tiene un año, es rubio de ojos marrones y se está ahogando en el pedazo cerrado de la acequia que pasa por la casa. No estamos de turno pero papá corre, pone la compuerta, el hombre del auto azul está parado en la otra punta y le grita ahora, largue el agua ahora, papá saca la compuerta y el Erme está en brazos del hombre desencajado que lo sacude y sopla en su boca hasta que el agua le sale en un vómito de llanto, tiene el pelo enrulado y un susto despiadado. Amelia lo amamanta, dice gracias gracias gracias y el olor que no es a uva se hace más penetrante, va como acomodándose, ganándose el espacio, el auto azul pasa raudo sin camisa agitada con un muñeco de trapo sentado en el capó, y mamá tan joven con su vestido de flores baja los ojos verdes, ay Dios ya están borrachos. Se escucha una guitarra y el bombo de Quito que canta las cajas están templadas los bombos bien estiraus, la caja del Tata Duarte en manos de Nasha toc toc toc toc aturde y el olor que no es a uva se blanquea de harina y es la albahaca en las orejas de Pibe, Chango, Quito, Nasha la que barre a Amelia, a Erme y al hombre que le sopló la muerte hasta espantarla. Vamos a ver la quema, dice alguien, el auto que baja al centro es un Nash 38 al que empujan las chayas que cantan los del auto de atrás, vamos a la plaza que hay mucho que ver, que se casa un hombre con una mujer, tacatacataca el auto, toc toc toc la caja, y en el kilómetro seis hay mucha gente alrededor de la taza que divide la acequia y un silencio que mata porque hay un muerto en el agua y el auto azul al costado con el pujllay inclinado. Es Rearte, dice ella, con el verde de los ojos convertido en musgo por las lágrimas, yo dije, ya están borrachos, qué quiso hacer en la acequia! Refrescarse, doña, le contesta el del auto. No veo claro, hay una humareda, el muñeco se quema en la curva de Vargas y la burra de doña Paula duerme chumada en el medio del patio porque anoche se tomó el barril de aloja que quedó destapado. Y entre nubes de harina se van yendo el Nasha, Chango, Quito, la chaya saltada, papá, Amelia, Erme, mamá y sus ojos verdes…
Ring ring ring, déjeme una copla, deme su palabra que tengo solita esta pena en el ala, écheme un aroma que vengo de chaya, de morirme entero en febreros de agua, susurra Pancho desde un lugar cercano. Y alguien me sacude, qué te pasa, creí que llorabas. Estoy en un entierro, contesto, el de la chaya.
Mención Especial en el I Concurso de Cuentos Febrero Chayero 2011, Municipalidad de La Rioja
Tiene que bañarse, frotarse la piel enjabonada, borrar el calor de cada abrazo, el roce tibio del último beso. Tiene que meter la cabeza bajo el agua de la ducha para enfriar el recuerdo, todos los recuerdos, cada uno de los que fueron marcándose a fuego en los recovecos de su mente. Tiene que apretarse el pecho con las dos manos para que el corazón no le estalle, para guardar cada alegría, todos los hechos, cada pena y esa última, íntima, terrible decisión. Tiene la certeza de la vida, porque sus pulmones piden aire y ella respira, sus ojos piden luz y ella los abre, sus oídos piden silencio y las manos sueltan el pecho y ahora aprietan las orejas con fuerza, pero no logran acallar el sonido del último saludo, el ruido de la puerta al cerrarse, la llave girando en la cerradura, los pasos en la vereda, los últimos que escuchará de ella. Tiene que salir de la ducha, secarse, atarse el pelo húmedo, vestirse, sentir como de lejos el brazo del marido sobre los hombros, caminar hasta la puerta, subir al auto, dejarse llevar sin importar a dónde, bajar, entrar, sentarse en la penumbra silenciosa y solitaria. Qué hora es, pregunta, las cinco de la mañana, escucha; con razón no hay nadie, piensa. Mira el lugar, cuántas veces vine por otros, piensa, ahora me toca a mí. Qué se dice, se pregunta, qué importa, es lo mismo, nada sirve. El olor a flores de florería que se mezcla con el de las ramas de pino y el desodorante de ambientes, concentrados por el encierro y el aire acondicionado, es la sensación más fuerte. Quiere abrir la puerta, escapar del olor, del encierro, del lugar. Escaparse del mundo, no estar, no ser ella. Quiere volver atrás, al vientre de su madre, regresar al óvulo y secarse, no ser. Quiere no haber amado, no haber gestado esa vida ni ninguna vida, para qué si todo el amor y la sangre trasmitida no la salvan de estar ahí sentada, vestida de negro, rodeada de flores que huelen a muerte, esperando nada.
Mira por primera vez hacia adelante. Hay un cajón oscuro frente a una cruz oscura en un lugar oscuro, oscuro, oscuro. Dónde se fue la luz, se pregunta. Cómo hay que hacer para encenderla, para que esa escena desaparezca, junto con las flores y el olor. Prendé la luz, pide. Está encendida, escucha. Entonces qué pasa, piensa, que veo todo oscuro. Escucha voces pequeñas, escondidas, sollozos suaves, escucha, escucha, escucha. Siente el roce de unas manos en sus manos, la rodean brazos diferentes, no entiende los susurros, no contesta. Qué hora es, pregunta, las nueve, escucha, de la noche, pregunta, de la mañana, escucha. Vamos mamá, salgamos un ratito al patio, escucha. Se levanta, siente un brazo sobre sus hombros, la empujan hacia el patio, le dan un vaso de agua, lo toma sin ganas. Tiene ganas de orinar. Dónde es el baño, pregunta, vení te acompaño, escucha. Entra, orina, se lava las manos, sale, suena un celular, es el tuyo mami, escucha. Atiende. Decime que no es cierto, escucha, decime que está viva. Es cierto, contesta. Su amiga llora del otro lado, allá voy, le dice.
Está otra vez sentada en la misma silla, mirando la misma escena como si estuviera en el cine, una película, no le pasa a ella, no le pasa nada. No va a mirar quién está en el cajón, no quiere mirar, porque entonces no será pesadilla eso que la viene persiguiendo desde la una, cuando sonó el teléfono y le avisaron. Quiere estar ayer en su casa, con ella y los otros hijos, quiere que el marido la despierte de la siesta y vuelvan a tomar mate todos juntos. Quiere estar anoche en la mesa compartida, para escuchar cada palabra, observar cada gesto, adivinar qué está pensando.
Qué hora es, pregunta, las cinco de la tarde, ya falta poco, escucha. Para qué, pregunta, para el sepelio, escucha. Mira otra vez hacia adelante, donde está ese cajón ahora rodeado de gente que llora. Hay muchas más flores con olor a muerte y todo sigue oscuro, oscuro, oscuro. Siente el brazo del marido en los hombros, tembloroso, siente que la empuja hacia el cajón. Ya están por cerrarlo, vamos a verla, escucha; no quiero, piensa. Igual camina a su lado, cierra los ojos pero camina, no los abre cuando choca, sabe que es con el cajón, ese que no quiere mirar porque la pesadilla ya la está alcanzando. Escucha los sollozos del marido, de sus otros hijos, percibe muchas manos acariciándole la espalda, susurros en sus oídos que no entiende, no le importa, no contesta. Un brazo que ya no identifica la corre del lugar. Tropieza, no abre los ojos, sabe que se está alejando del cajón que guarda todo el dolor, la tragedia, el amor, su vientre repartido, la rabia, la impotencia, la duda que ahora será eterna.
Abre los ojos: la película sigue. Ahora pasan cuatro hombres de traje gris y corbata, el marido y los hijos lloran, forman una abrazo que la incluye, le quita el aire, mejor, así se esfuma el olor a flores de florería, a desodorante, a gente apiñada. Vamos saliendo, escucha, a dónde, pregunta, a esperar que la saquen, mami, ya la llevamos, escucha. Después es solo gente que pasa a su lado, la toca, la abraza, le habla al oído, lo siento tanto, que Dios te de fuerzas, llamame, no quiero ser inoportuna, escucha. Qué pasa que ahora entiendo, piensa; y ya no tiene tiempo para nada más, porque el marido la lleva del brazo y en la vereda hay un auto lleno de flores delante de otro auto en el que está ahora el cajón oscuro, ese que encierra para siempre el dolor más grande, y están los otros hijos abrazados, llorando.
Un hombre de traje gris la lleva hasta un auto blanco, grande. Siente la mano del marido en su mano. El auto arranca, va despacio, siguiendo al que lleva el cajón que no quiere mirar, pero sus ojos no le obedecen y siguen clavados ahí, en el extremo angosto donde sabe que están los pies, helados para siempre. El auto se detiene, la puerta se abre, el marido la empuja, bajan, mira. Otra vez la película, el cajón llevado por el marido, los hijos, el hermano, un sobrino, hasta el lugar preparado debajo de una carpa. Hay un montón de tierra al costado de un hueco, el cajón oscuro está ahora sobre unos hierros, alguien le pone flores encima, mientras lo bajan hacia el lugar oscuro que se lo traga para siempre. El marido se agacha, levanta un puñado de tierra, se acerca y la suelta como lluvia. O son sus lágrimas las que llueven, piensa, tantas lágrimas como nunca salieron de esos ojos de su hombre.
El silencio es denso, helado, plomizo. Alguien en voz baja pide una oración y dice el nombre, el nombre de su hija, esa que anoche le dio un beso, cerró la puerta con llave y se fue caminando, se subió en la silla, enrolló la sábana, la ató en la viga y en su cuello, pateó la silla, se murió y se quedó ahí colgada como un títere, hasta que alguien la encontró y gritó pidiendo ayuda cuando ya ninguna ayuda sirve. Y ahora está en ese hueco oscuro dentro del cajón oscuro, oscuro como el dolor que le parte el pecho, que es más fuerte que cuando un hijo simplemente se muere, porque además del pedazo de corazón arrancado a mordiscos, le dejó esa pregunta que no tendrá respuesta, que le martilla sin parar la cabeza, y le azota la cara sin piedad como un viento huracanado. Entonces por fin, grita.
Segundo Premio en el Concurso de Cuentos Feria del Libro 2011, La Rioja
José Nicanor Rodríguez subió al barco en Canarias, el 25 de agosto de 1885. Apoyado en la baranda levanto la mano dibujando una despedida, para hacerse la ilusión de que alguien allí quedaba. Desde el muelle, una niña desconocida de rulos imperiosos y cintas en el pelo, lo miró y sonrió. Josefa Cervantes saludaba a otro, su padre, sin saber cuándo volvería a verlo, y permanecía ahí, sujeta a la mano de su madre, hasta que ambas pudieran también partir rumbo a América.
José Nicanor llego a las costas del Plata apoyado otra vez en la baranda del barco, cansado, solo, con la pena atascada en el pecho. En el torbellino del puerto lo encontró el reclutador de hacheros; y luego del breve trámite de inscripción como inmigrante, continuo el viaje, esta vez en carreta, con otros 10 esperanzados que hablaban otras lenguas, pero cuya intención era transparente: hacerse la América.
Cinco años más tarde el mismo cansancio, la soledad agigantada y alguna extraña fiebre con la que el monte atacado se defendía, lo llevaron a la tumba antes de conseguir siquiera formar una familia. La compañía inglesa para la que trabajaba pago su lápida con los salarios que le debía: de mármol y esculpida: “Aquí yace José Nicanor Rodríguez Gran Canaria – 1855 Misiones – 1890”
Josefa y su madre pisaron las mismas costas en 1888. El padre, capataz de cuadrilla del tendido del ferrocarril, llego a Misiones con la familia completa, en 1894. Ingleses, españoles, vascos, alemanes, franceses, levantaban casas, derribaban el monte, extendían rieles, construían su nuevo hogar.
Cuando Rudolfph Hendrick se lo propuso, Josefa se casó sin dudar: era fuerte, trabajador, buen hombre. Poco tiempo después, apenas cumplido los 25 años, Josefa murió de parto, dejando el niño en brazos de su madre. Rudolph sintió que se hundía en una débil oscuridad: alguna luz tenían los ojos azules de su hijo.
A su mujer, sólo pudo pagarle una lapida usada que una creciente había arrancado del cementerio del pueblo. Con sus manos toscas limpio el mármol, rezó una oración por José Nicanor, aquel desconocido, y en la otra cara cinceló su pena: “Amante esposa, valiente madre Josefa Cervantes y Hendrick Gran Canaria- 1878 Misiones- 1903”
Años más tarde, el escultor Antonio Pujía, sintiéndose inspirado, miró los bloques de mármol que había ido acumulando, y tomando uno al azar, comenzó, a trabajarlo. El primer golpe de cincel rompió el secreto que la piedra guardaba: la historia de dos seres que sin saberlo, sin tocarse, ni conocer sus nombres, unieron sus destinos en un muelle en Canaria, para perpetuarse juntos en la muerte, sin saberlo.
Mención Especial en el Concurso de Cuentos Breves “Tengo Poco que decir” 2011, Municipalidad de La Rioja
Llueve. Como llueve en Buenos Aires en verano. Con viento, a chorros, un desastre. Le dan ganas de salir a la calle, empaparse, meter los zapatos en los charcos, que la salpiquen los autos, terminar embarrada y con frío. Le dan ganas de hacer todas las cosas que nunca le gustaron en días de lluvia. Algunas cosas sí le gustan. Levantarse en pijama y pantuflas, tomarse una pava entera de mate amargo, con tostadas y manteca, mientras mira llover por la ventana.
Nada de eso hará hoy. Hoy se queda en casa, se queda con las ganas. Ganas de ir a la casa de la abuela justo a la hora del almuerzo, porque un día como ese hubiera preparado una carbonada, como para justificar la mesa puesta, los platos de loza, las copas, y el tema. Le parece escucharla. Que esa comida era fija en su casa en días de lluvia, más si refrescaba, porque siendo tantos había que cocinar algo llenador, sustancioso. Que su madre, por suerte, se la había enseñado a preparar de muy chica, se murió tan joven la pobre. Que a su padre nunca le gustó pero igual la comía, santo varón. Que después se la preparó a sus hijos, y a los nietos, pero de todos, ella era la única que la comía con gusto, y dos platos, con el queso fresco cortado en daditos. La verdad, era la única que iba a visitarla en esos días. En cualquier día.
La extraña. Le parece verla, en esa soledad en que vivía, únicamente rota cuando ella llegaba. Y en silencio, a pesar de la televisión encendida. Para escuchar bulla, decía la abuela. La apagaba cuando ella, curiosa, ávida de saber, le preguntaba. De la familia, le preguntaba. Porque en su casa de eso no se hablaba. A través de la abuela supo cosas que nadie parecía conocer. Demasiados secretos. Verdades calladas, como si no existieran. Como si el silencio bastara para hacerlas desaparecer.
Ahora que llueve y la extraña, a ella y a la carbonada, el mate y las tostadas con aceite y sal, recuerda la sobremesa de aquel otro día de lluvia en la que la abuela le fue soltando serenamente, para que no le duela tanto, su propia historia. Entonces entendió porqué su padre se limitó a mirarla cuando ella necesitó un abrazo; a callar cuando le hizo falta una palabra de aliento. Y también los largos silencios de su madre cuando ella se lo reclamaba. La abuela supo siempre la verdad, y a pesar de eso la quiso. Como si fuera su nieta. Querida abuela.
Ahora que llueve y la extraña, le parece que es ella la que vivió en el silencio y la soledad, no la abuela. O por lo menos en el egoísmo de creer que todo es para siempre. Que no valía la pena salir en medio de la lluvia, esa lluvia de verano en Buenos Aires. Por qué diablos decidió no mojarse los dos días que duró la tormenta. Porqué no se le ocurrió llamarla esa noche, o al día siguiente. Aunque no hubiera cambiado nada. Se murió de golpe, la abuela. Al contado, como ella quería. En paz, sola. En silencio. Y ella sin saberlo, sin siquiera sospecharlo, prefirió quedarse en su casa, en pijamas y pantuflas, tomando mate amargo con tostadas y manteca, mientras miraba llover por la ventana.
Hoy también llueve. Aunque quisiera mojarse, no sale. Hoy no tiene a dónde ir.
Mención Especial en el Concurso de Cuentos Breves “Tengo Poco que decir” 2011, Municipalidad de La Rioja
Llegó solo, antes que la morguera. Su compañera se bajó del patrullero una cuadra antes, para cortar el tránsito. El muerto estaba en el piso, con la soga aún alrededor del cuello, suelta. El portero había intentado reanimarlo inútilmente.
Se sentó en el piso, se puso los guantes, sacó las fotos que fija el protocolo y recién después le quitó la soga.
La marca en el cuello se veía gruesa, profunda, tan roja como si sangrara. La tocó: no, no había sangre. Sintió que las yemas de los dedos se hundían en el surco impiadoso de esa muerte ilógica. Deslizó la mano hacia la nuca, miró la cara pálida, la boca entreabierta, la lengua asomada, los ojos semicerrados del chico que a esa hora debería estar con su novia o un amigo en vez de quedarse ahí, muerto. La marca se transformaba en un espacio de piel sin apoyo en el lugar en el que las vértebras estaban rotas. A pesar de no ser su primer ahorcado desde que trabaja con el forense, le provoca la misma sensación: rabia, pena, impotencia, ganas de despertarlo con un pellizcón. Y aún tiene que sonarse la nariz, el camino más corto de esa lágrima reprimida que igual intenta escapársele.
Con la otra mano sigue el surco desde el otro costado. Le parece sentir cómo el cuerpo se va enfriando. Ahí, en la marca indeleble de la soga, la piel es arenosa, ríspida, desgajada, como si quisiera evitar el roce profesional de sus dos manos. Tenía que estar seguro, eso le exigía el forense. El surco es suave, blando. Sus dedos expertos le indican que estaba vivo cuando la soga se le incrustó en el cuello.
Pobre tipo, piensa, mientras sus manos ya sin guantes buscan las toallas húmedas en el bolsillo. Las limpia cuidadosamente, tratando de respetar el surco que tiene grabado para siempre en las yemas de sus dedos.
Pobre yo, se corrige. Es que ya sabe lo que le espera. Le pasa cada vez, con cada ahorcado que le toca revisar.
La entrada de su compañera lo interrumpe. Lo mira con esa cara de asombro que ya le molesta. No se acostumbra, a pesar del tiempo que llevan trabajando juntos. Y él no puede decirle nada, como siempre.
Como siempre, tiene que terminar primero el rito. Si no le corta el mechón de pelo, no podrá esa noche hacer la ceremonia. Y el sueño volverá, para no dejarlo dormir. Ese en el que sus manos expertas examinan el surco de una soga en su propio cuello. Lo que le presagió la gitana cuando era un pibe, después que él la escupió cuando pasaba.
Ahora sí. El cadáver del piso es nada más que eso. Guarda el mechón en la bolsa de papel junto con la tijera, y mirando a su compañera le muestra las manos limpias, demasiado limpias.
Mención Especial en el Concurso de Cuentos Breves “Tengo Poco que decir” 2011, Municipalidad de La Rioja
Un hombre intentó matarse para matar la muerte que lo alcanzó en el instante en que encontró a su hijo muerto. No lo logró. Es claramente imposible que un hombre muerto se suicide, a menos que lo atrape una muerte reincidente.
El hombre muerto a causa de su hijo muerto está condenado a vivir hasta la muerte.
Mención Especial en el Concurso de Cuentos Breves “Tengo Poco que decir” 2011, Municipalidad de La Rioja
Había logrado matar al amante de su mujer antes de recibir el disparo que le partió el corazón.
En la funeraria tardaron diez minutos en vestirlo con su traje negro, al de la boda.
Después, durante toda la noche, intentaron inútilmente borrarle la sonrisa.
Mención Especial en el Concurso de Cuentos Breves “Tengo Poco que decir” 2011, Municipalidad de La Rioja
No sonó. De eso está seguro, el teléfono no sonó, pero ella habla y gesticula mientras lo mira, y lo más raro es su cara encrespada que no le resulta habitual. Sin embargo lo que lo asusta no es la cara, sino el silencio. No la escucha, solo la ve que habla y ahora además llora mientras se toca la cabeza y se mira la mano llena de sangre y ella no tiene sangre en ningún otro lado. Deja el teléfono y se aleja y no se escuchan sus pasos, pero tiene puestas las botas rojas que siempre le molestaron por el taconeo, entonces se preocupa porque además del silencio ahora lo espanta el frío, ese frío grosero que se adueñó de la casa mientras ella se va. Le grita que regrese, le jura que la perdona y que la quiere y que nunca le hará daño pero no escucha su grito, no siente que la garganta obedezca, no siente la garganta, sólo esa cosa tibia y pegajosa, lo único tibio en su cuerpo lento y cansado que sigue ahí en el piso, mientras él mira desde lejos cómo ella se ha ido y la puerta está abierta.
La puerta está abierta y él está en la vereda, no entiende cómo si se ve acostado boca arriba en la alfombra que ahora es roja y se está poniendo negra, y su mano derecha sigue aferrada al paraguas, ese que se quebró en las costillas de ella justo antes que la cuchilla saliera de la cocina y provocara el silencio, que se está perdiendo porque hay sirenas y gritos y gente arremolinada que mira por la puerta. La busca con la mirada y alcanza a distinguir su figura, corriendo por la calle de atrás, con las botas y el pelo y la mano con sangre, cada vez más abajo, más lejos, más ajena.
El techo de la casa permitiéndole el paso le deja ver el cuerpo, su cuerpo que se enfría mientras alguien le golpea el pecho, sopla por su boca, mira al hombre que está a su lado y dice algo, algo que él no escucha, y ahora sacude la cabeza, mira el reloj, se levanta y lo deja ahí, en el charco helado.
Quiere entibiar el cuerpo, ese que se desangra mientras el policía lo cubre y habla por teléfono y la vecina, la arpía que siempre lo denuncia, lo mira y no hace nada, nada para ayudarlo. El frío y el silencio le ganan al cansancio, entonces suelta el paraguas y está otra vez arriba siguiéndole los pasos a ella, que corre y ya no llora, ingrata, nunca supo entenderle el amor, el amor incontable, cansado de quererla. Nunca quiso pegarle, eso quiere decirle.
No entiende de dónde lo está envolviendo una niebla cada vez más helada, viscosa, atormentada, que no lo deja acercarse para tocarla, o simplemente pedirle por favor otra vez que no lo deje, mucho menos ahí sobre la alfombra donde acaba de amarla, donde queda su cuerpo encharcado mientras él sigue mirando, mirando para siempre, cómo ella se ríe, ahora se ríe y baila sacándose las botas, tira la cuchilla ensangrentada en la alcantarilla y se lava la mano en la fuente de la plaza.
Y él queda condenado en la niebla, sin posibilidad de taparse los ojos, porque la bolsa negra la ha atrapado las manos; y la puñalada que se hizo cargo de su alma lo sostiene sin tiempo, pausadamente eterno, en inclemente vuelo sobre las botas rojas que bailan, bailan, bailan…
Primer Premio compartido en el Concurso de Cuentos de Terror o Espanto “Cuentos Perturbados” 2011, Municipalidad de La Rioja
El espejo destrozado explica la herida, pero sigue sin entender por qué está triste. Los vidrios forman una estrella de ocho puntas en el suelo, algo desprolija, reconoce, pero muy brillante. Duda de lo que piensa: siempre le resultó difícil ver el piso desde donde está. O los vidrios se habían estampado en el techo, todo es posible.
El sueño. En el sueño predominaba el color azul, había algo de verde y un poco más de amarillo. No recordaba que existiera el rojo. Tres de las puntas de la estrella están rojas. Es mi sangre, pensó, limpiándose el dorso de la mano izquierda, que mostraba un tajo poco profundo. La derecha estaba sana. Sin embargo seguía dominado por esa sensación de pena.
Tengo que recordar todo el sueño, pensó. Eso le había enseñado su hermano mayor. Concentrate, para recuperar todos los detalles le dijo, y se despidió para ese viaje del que nunca más volvió. Decidió concentrarse en los colores. Seguramente así le resultaría más fácil. Nada le resultaba fácil, metido en ese agujero. Y ahora con la mano lastimada, y la estrella de ocho puntas mirándolo, peor.
Azul, mucho azul, claro y luminoso. Hacía mucho tiempo había conocido el azul. Tendría 6 o 7 años. Su padre lo llevaba de la mano porque ya era casi noche y estaban en el campo, en casa de la abuela, y para cruzar a su casa había que pasar por el maizal crecido. No tengas miedo, vas conmigo, le había dicho el padre y después se dedicó a silbar O Sole Mío como una orquesta. Y en ese instante el cielo se puso azul. O quizás era en el sueño. Ahora recuerda el canto de pájaros y la brisa fresca. Los pájaros cantaban O Sole Mío y en la brisa se iba flotando el padre, sin despedirse, como cuando lo atropelló el tractor y lo único que le dejaron ver fue el cajón cerrado antes de llevárselo. Desde entonces solamente pudo cruzar el maizal de día, corriendo y con la vista baja, tratando de silbar sin conseguirlo, y nunca más el cielo fue azul, ni claro, ni luminoso. Y las manos se le lastiman y los vidrios se empeñan en romperse y mirarlo desde el piso, o el techo, quién sabe.
El sueño, pensó, tengo que volver a concentrarme. Verde y amarillo. El ibirá pitá del fondo de su casa florecido, ahora lo ve clarito. El que plantó su madre un par de otoños antes de la muerte del padre, vení hijo que quiero decirte algo en secreto: aquí, debajo de este árbol quiero que me entierren sin cajón nomás, para volver en las flores. Todavía está viva, piensa, y es la única que sabe lo del agujero. Entonces las flores del árbol en el sueño son nada más que eso, sólo primavera, no su madre volviendo. Quién podrá cumplirle el deseo a la madre, quién limpiará los vidrios, quién le dará la mano para cruzar sin miedo.
Quizás no era pena lo que sentía, sino miedo. Porque además de los colores ahora recuerda un olor particular. Inconfundible, el olor a miedo. Redondo, morado, vencedor, sólo él y la abuela habían sido capaces de identificarlo. Él lloraba, temblando, y con asco, el olor le daba asco. O era solamente el miedo que casi lo hace vomitar, ahora no está seguro. Esa noche dormía en la casa de la abuela, a poco de morir su padre. La ventana cerrada y la puerta abierta. Por eso nadie entendió cómo se rompió el espejo, el primer espejo que se le rompía cerca, y le lastimó la mano, siempre la izquierda, por suerte porque él es diestro. Lo despertó el ruido, o el olor, quizás. Lo único seguro es el abrazo de la abuela, y su voz que le dice ya va a pasar, hay olor a miedo, ya va a pasar. Y ahora se le mezclaba con el rojo de la sangre y el brillo de la estrella de vidrios rotos, y esas ganas de salir del agujero, que son nuevitas, desde el sueño.
El golpe. Ese no estaba en el sueño, estaba en el cuarto, partió el espejo, le lastimó la mano. Hay otro golpe, distinto. Suave, acompasado, como de corazón.
Toc toc toc. Silencio.
Toc toc toc. Silencio La puerta.
Alguien toca la puerta.
Él desde el agujero dice por primera vez una palabra. La puerta se abre y deja pasar a su hermano, qué viejo está su hermano, pero qué cerca. O es el sueño de nuevo, tiene que concentrarse.
No, porque lo está abrazando, lo saca de su agujero, le acaricia la herida, recoge sus pedazos, limpia los vidrios, lo toma de la mano y le dice no tengas miedo, vas conmigo. Despacio, con cuidado, lo va acercando al patio. El ibirá es un ramo de flores amarillas. El cielo está azul, claro, luminoso.
Hay una brisa suave, y sin haberlo aprendido nunca, comienza a silbar O Sole Mío, tímidamente, como pájaro sin jaula.
En el cuarto, del otro lado de la puerta, alguien cuelga un espejo.
Segundo Premio en el “XII Concurso de Cuento Corto Babel” 2012, La Falda, Córdoba
Josefa pedaleaba desde antes del amanecer, apresurando la marcha para detenerse al mediodía, pues a esa hora el brillo de la arena del desierto de Atacama se empeñaba en convertir sus anteojos en papel celofán, y la picazón de la piel no le permitía seguir el hilo de sus propios pensamientos. Es que a causa de un sueño que la perseguía se había convertido en una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números y por eso pedaleaba diariamente para ir inventando los que necesitaba. Tan larga se le estaba haciendo la cuenta que había llegado a rezar por las noches para que su corazón se detuviera, y así poder escuchar otros sonidos sin temor y sin prisa. Pero el sueño reaparecía cada una de esas noches, y en él un susurro la despertaba con la sensación de estar llegando al final de sus afanes, por lo que recuperaba el impulso y retomaba la marcha.
A pesar de conocer de memoria el camino, que en el trayecto de ida duraba cinco horas y en el de regreso cuatro porque era en descenso, todos los días repasaba los detalles por si algún malintencionado, conociendo sus temores, había cambiado una piedra de lugar. Por eso advirtió la figura, a pesar de la luminosidad que preanunciaba su descanso. Inmenso, negro como la noche más oscura, vestido con extrañas ropas de vivos colores, parado en medio de la nada, estaba un hombre que la miraba desolado.
Josefa dejó de pedalear y la bicicleta instintivamente se detuvo junto al hombre, que ante la pregunta atrevida de los ojos de ella le contó que era un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, y entonces se subió al avión de las ocho de la noche para que el tronar de las turbinas lo arrullara, sin lograrlo. Que al tomar la decisión ni siquiera sabía el destino de su vuelo, pero ya no le importaba, porque tampoco a esas horas podía distinguir el rumbo de su vida, de tanto sueño postergado. Con sorpresa había llegado a Santiago a las ocho de la mañana, entonces recordó haber escuchado que en ese país había un desierto en el que reinaba el silencio. Esperanzado, al salir del aeropuerto le preguntó a un hombre, que se veía muy afanoso, cómo se llegaba al desierto para conocer el silencio.
El hombre, mirándolo compasivo, le dio sus condolencias, y le dijo que no podía dejar de hacer cosas para explicarle, porque él mismo era un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y por una vez el despierto quería ganarle al dormido. Que si lo lograba antes de su partida, con gusto lo acompañaría, pues desde su sonambulismo no había viajado ni hecho amigos, y ese era un sueño postergado. El jamaicano le agradeció mirando el cielo, entonces vio cómo levantaba vuelo el avión que lo había traído y tomaba rumbo al norte, y decidió seguir su estela. Así había llegado hasta ese punto, y ahí estaba esperando que alguien le presentara el silencio.
Josefa, conocedora de ese y otros males que se reservaba para no agregar sales a su tormento, lo tranquilizó diciéndole que ella lo conocía, y que según su intuición, andaba por el vecindario. El jamaicano se ofreció a trotar a su lado hasta llegar al mundo del silencio, entonces Josefa pedaleó lentamente y el trayecto de cinco horas se convirtió en seis, de manera que llegó el mediodía, sus anteojos se hicieron de celofán y la picazón de la piel casi le hace perder la cuenta.
Pero lo que más la turbó no fue el alargamiento del tiempo ni sus consecuencias, sino que el lugar de su diario descanso estaba ocupado por una mata de flores amarillas evidentemente extranjeras. El jamaicano, quizás por ser también extranjero, no mostró señales de preocupación ante las flores, aunque al acercarse y comprobar que nacían de un hombre vivo, casi se olvida de sus desvelos, entonces se atrevió a preguntarle qué extraña magia, negra o blanca, lo había poseído.
El hombre contestó que era el leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas, a causa de tanto rogarle a las estrellas que lo curaran, ya que su dolor lo había hecho incrédulo de dioses y milagros. Que atribuía el portento al ruidoso consuelo que cada noche recibía desde el firmamento, y que en ese lugar del desierto se escuchaba mejor, por lo que había decidido quedarse ahí hasta sanar totalmente. Con tal noticia el jamaicano sintió redoblar su insomnio y le pidió a Josefa que regresaran, porque el consuelo del leproso era su propio tormento. La mujer anotó el último número inventado, se despidieron del leproso, y retomando Josefa el pedaleo y el jamaicano su trote, emprendieron el camino de regreso.
Josefa ensimismada en su conteo y el jamaicano en sus pensamientos dejaron pasar sin notarlo el mundo del silencio. Sin que ellos lo supieran, eso causó un ataque de habladuría en el jamaicano, quien le relató sin punto aparte varios primores que habían sucedido allá en Jamaica, a causa de las magias trasmitidas por los ancestros nativos y africanos, mezcladas sin cuidado por el uso. Recordó como ejemplo, el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, con los que pudo estrenar originales mordidas en las diversas frutas de la isla, que luego vendía en el mercado como adorno, y con el dinero que ganaba pagaba a quien supiera, para que le contaran los paisajes exuberantes de su mundo.
Y anduvieron errantes, hasta que pasaron las horas que duraba el regreso y no llegaron. Entonces comenzó el ruido de las estrellas en el cielo, en el instante en que Josefa encontró el número más grande que pudo descubrir, y decidió que eran suficientes los latidos contados. El jamaicano, incrédulo por naturaleza, se tendió en el piso a esperar el tormento que el ruido le causaba, pero esta vez no le llegó, entonces el sueño lo alcanzó porque lo encontró descuidado.
Josefa, libre al fin del afán del conteo, decidió acostarse a su lado para descubrir qué pasaba, y se durmió, con lo que el sueño que la perseguía se presentó todo entero, y el susurro le dijo al oído lo que el destino le señalaba. Ahí estaban aún tendidos los dos a la hora que pasó rumbo al sur el avión que viene de Jamaica. El rugir de las turbinas los sacó del mundo de los sueños, por lo que resolvieron volver sin prisa, ella admirando el cielo y él escuchando por primera vez la canción de un corazón latiendo a su lado.
Orientados por la estela que el avión había marcado en el cielo, sin proponérselo llegaron al aeropuerto, donde los sorprendió la presencia de dos hombres radiantes a punto de abordar el vuelo hacia Jamaica. Reconociendo Josefa al leproso, ya curado, y el jamaicano al sonámbulo que había logrado su objetivo, los despidieron con la esperanza de que allá se encontraran con el ciego recobrado.
Y se fueron juntos los dos, como recién nacidos, caminando sin rumbo por las calles de Santiago. Dicen algunos que suelen verlos tenues, incorpóreos, escudriñando el cielo a la hora que llega o parte el avión que viene de Jamaica.
Nota: Las frases en cursiva pertenecen al cuento “Un señor muy viejo con unas alas enormes” de Gabriel García Márquez
Finalista en el Concurso Internacional Gonzalo Rojas Pizarro 2012, Bio Bio, Chile
…Siente que sus ojos están empañados. Toda ella está húmeda. Como en una nube espesa. Hay ruidos amortiguados, y un vaivén que la tiene suspendida entre luces y penumbra, pero se siente bien. Aliviada. Voces. Hay voces lejanas que se van acercando. Una, de hombre, la nombra. Alicia. Quiere abrir los ojos y responder, pero la nube tirana la inmoviliza. Es varón, Alicia, dice la voz. La nube se corre y ella se ve parada en el campito de fútbol del barrio, tiene seis años y su hermano mayor dice el arco es desde la piedra hasta la nena, la pelota es inmensa, le pega en el estómago, le duele, y un chico grita ¡palo!! Llora, a los seis años y ahora. Tiene ganas de dormir pero la voz no la deja. Vamos, Alicia, despierte. No quiere. Ni despertarse ni que sea varón. Se abandona a la nube que ahora le deja ver sus muñecas sentadas sobre la tapia, tan lindas, tan queridas: la de porcelana, la de trapo, el bebé que llora, la que camina, todas. Y sus seis hermanos en fila india turnándose para destriparlas con el rifle de aire comprimido, una por una. Con cada muñeca Alicia muere un poco. Como cada vez que su tío la toca toda entera a escondidas, la besa en la boca, y le ordena que se calle. Otra vez llora, de rabia, de impotencia. Maricona le dice su hermano y ella le grita ¡los odio, odio los varones! El grito es dadivoso, porque la despierta. Logra salir del sopor húmedo en el que estaba.
Ahí está su hijo en manos del médico, que le sonríe. Ella siente una muerte clavada en el pecho. Otro varón, Alicia, sanito y grandote. El cuarto. Entonces lo decide…
…Siente que sus ojos están empañados. Toda ella está húmeda. Como en una nube espesa. Hay voces cercanas que se están alejando. Una, de hombre, la nombra. Alicia. Se sobresalta, intenta abrir los ojos, no puede. Soy tu hijo, vine a perdonarte, mirame. La nube se corre y ella ve un hombre, que le sonríe. Está mareada. No quiere. Ni mirarlo ni que sea su hijo. Ninguno de los cuatro que abandonó hace treinta años, cuando decidió irse y no volver ni siquiera a preguntar. Mirame, no te mueras sin darme la oportunidad de perdonarte, madre. Llora, hace treinta años y ahora. Logra salir del sopor húmedo en el que estaba. Ahí está su hijo, no sabe cuál, es lo mismo. Es un hombre que le sostiene la mano con compasión, en ese instante único, de absoluta soledad, en el que la alcanza la muerte…
…Siente que sus ojos están empañados. Toda ella está húmeda. Como en una nube espesa. Hay voces cercanas que se están alejando. Una, de hombre, la nombra. Alicia. Se sobresalta, intenta abrir los ojos, no puede. Soy tu hijo. La nube se corre y ella ve un hombre que la odia. Está mareada. No quiere. Ni mirarlo ni que sea su hijo. Ninguno de los cuatro que abandonó hace treinta años, cuando decidió irse y no volver ni siquiera a preguntar. Mirame, no te mueras antes de conocer al que te ajusticia, hija de puta. Llora, hace treinta años y ahora. Logra salir del sopor húmedo en el que estaba. Ahí está su hijo, no sabe cuál, es lo mismo. Es un hombre que sostiene en su mano un revólver, le apunta a la frente y otra vez, dispara…
…Quiere salir, despertarse, escapar. A los seis años, hace treinta, y ahora. Pero la muerte siempre la alcanza…
Mención General – Cuento – en el Concurso 2012 de Ediciones Ruinas Circulares, Buenos Aires
Mira el reloj: las 4 de la mañana. Ya es lunes, a las 6 sonará el despertador, ella trabaja, no como los de la casa de al lado, que están de chaya desde el sábado. Vagos de mierda. Mantenidos. A pesar del calor cierra la ventana, tal vez así los gritos y la música se escuchen menos.
Cada año que pasa odia más el carnaval. Desde que era chica, y los changos del barrio se disfrazaban de mujer. Maricones. Y le pegaban con bombitas mal llenadas para que duelan. Infelices. Y la harina en la cara no la dejaba respirar, porque le tiraban kilos. Le arruinaban los vestidos y el pelo, cada vez que se acuerda le duelen otra vez los tirones que le daba su madre para desenredárselo. Y las manos, que le quedaban rojas de refregar la ropa para sacarle por lo menos el engrudo, porque la pintura directamente no salía.
La ventana cerrada solo impide que entre aire, la música y los gritos siguen, son las 5 y el sueño ya se le fue. Mejor se levanta y se prepara unos mates, así de paso se olvida un poco de la chaya y aprovecha para pensar qué hacer con el nido de palomas que tiene su madre en el balcón y la están volviendo loca. Abre la ventana, al menos entra algo de fresco, ella no tiene esos pájaros inmundos. Le parece que en toda La Rioja se oye la misma música, y andan todos chupados, como si nadie trabajara y eso que todavía no empezó el festival. Al menos este año lo hacen bien lejos, no tendrá que aguantar las sirenas de las ambulancias cada vez que se mata alguno volviendo borracho, malditas motos y los irresponsables que las manejan.
Las palomas. Hace un mes que la madre la llamó contenta, sabes qué lindo hija, una palomita hizo nido en mi maceta, esa del balcón, es cierto que me arruinó la planta, pero qué importa, después que nazcan los pichones pongo otra. Y ella tratando de convencerla, mamá sacá esos bichos, traen plagas, te vas a enfermar de los pulmones, y están llenas de piojos, ya vas a ver cuando el Toby se empiece a rascar entero, haceme el favor aprovechá que todavía no nacieron, tirá los huevos y quemá el nido. Y la madre: de dónde sacaste eso, pobres palomitas, si cuando yo era chica y pasábamos hambre tu abuelo salía con la escopeta y traía una bolsa llena y todos las limpiábamos para que tu abuela prepare polenta con pajaritos, nunca nos enfermamos y encima comíamos. Y ella: eran otras palomas, del campo, porque entonces no había esta plaga, no te invadían la casa, seguro que no tenían piojos, si no los sacás no voy a visitarte. No la pudo convencer, los pichones nacieron y a los dos días la paloma infeliz no volvió, entonces la madre: hija, por favor, fijate en Internet qué comen las palomitas, les doy polenta pero no quieren, ya probé con pan mojado y comen poquito, pobres, seguro que a la madre alguien la mató y ellos se van a morir de hambre. Y ella: pero vos son inconsciente, qué te pasa, te querés morir de una infección, conmigo no cuentes, te prohíbo que te les acerques, si te enfermás yo no te cuido.
El grito chayero de los vecinos la sobresalta, parece que se están despidiendo, claro, a esa hora cuando ya tiene que arreglarse para ir al trabajo. Y ahora el teléfono. Corre, solamente la madre puede llamarla a esa hora, y por algo de urgencia. Hija, podés venir por favor, me caí y me duele mucho la rodilla. Qué te pasó mamá, podés caminar, no te quebraste, quedate quieta ya voy, yo tengo llave, qué estabas haciendo. Salí al balcón para darle de comer a las palomitas, pobrecitas, ya tienen plumas, y tropecé con la maceta, espero que no sea nada, Yo te dije, esos bichos de mierda te van a matar, ya voy.
Termina de vestirse, agarra la cartera, sale apurada, son diez cuadras, mejor va caminando, gana tiempo llevando las llaves en la mano, le parece que no llega nunca, pero llega. En el camino se cruza con un montón de chayeros, le gritan cosas, cantan desafinados, claro, si están borrachos, suerte que ni se le acercan. Llega, abre la puerta, sube la escalera, su madre está sentada, tiene la rodilla hinchada pero mueve la pierna, le pone hielo y llama a la emergencia. Sin decirle nada sale al balcón, agarra los pájaros, les tuerce el cogote, se los tira a dos enharinados que pasan por la vereda como si fueran bombitas, grita ¡chaya! y por primera vez en su vida, se ríe a carcajadas.
Tercer Premio en el III Concurso del Febrero Chayero 2013, Municipalidad de La Rioja
Mierda, dijo para adentro con los ojos nublados y temblando, no tiene claro si es por puro temor, asco o rabia. El viejo detrás del mostrador lo mira como si lo conociera. Lo que menos necesita es que lo reconozca. La última vez que anduvo por La Rioja lo hizo de la mano de su madre, hace 30 años. Y aquella vez no pudo haberlo visto. El hombrecito le sonríe, desde una cara de pasa y con los dientes gastados. Piensa que seguir parado frente al mostrador sin pedir nada llama más la atención.
— Necesito zapatillas, número 42.
— ¿Comunes o para trotar?
— Para trotar.
— ¿Sabe que le encuentro cara conocida?
Mierda, piensa otra vez. No dice nada.
— Yo llevo 62 años detrás de este mostrador, imagínese si conoceré gente. Vine de Buenos Aires a hacer la colimba y no me fui más. En esa época lo mandaban a uno a cualquier lado. Y estaba bien hacer la colimba, no como ahora que andan de vagos y no saben lo que es el respeto. A ver si éstas le quedan, son cómodas y a buen precio. Yo a usted lo conozco. O me hace acordar a alguien.
Aprovecha el pretexto de medirse para bajar la cara. El temblor se le empieza a notar en las manos. O al menos le parece.
— ¡Se imagina! tanto tiempo vendiendo zapatillas… Cuando abrí el negocio era el único, había otro paisano que vendía algo de calzado en la tienda de la otra cuadra, pero así, exclusivo, yo era el único. Y de acá me sacan muerto. Me parece que le quedan chicas, espere que le traigo del número que sigue.
Siente la transpiración corriéndole por la espalda. Quiere irse, pero sigue ahí sentado. Descalzo, mudo, paralizado.
— Acá tiene, 43, éstas seguro que le van. Tal vez si estuviera mi mujer lo ubicaría, aunque ya no anda bien la patrona, me está perdiendo la memoria. Por eso la traigo todas las tardes, con el pretexto que me ayude le digo andá buscá un par de Flecha numero 25 y otro de Topper 36, andá, vos sabés donde están, vos podés. Y ella se demora bastante, pero las encuentra. O le pido que ordene algún estante por marca y después por número. Así ejercita la cabeza. Morales, a los Morales me hace acordar — dice el viejo con algo de duda.
Que me trague la tierra, por Dios. Viejo de mierda, debe tener más de 80 años y se acuerda, piensa. Eso, y tenerlo tan cerca, lo afectan más de lo que creyó. Tiene las manos mojadas. Le cuesta ponerse las zapatillas. El hombre le alcanza un calzador. Él se limpia las manos en el pantalón, como al descuido. Logra articular un — gracias — y termina de medirse. Le ajusta un poco la del pie hinchado, pero sabe que es pasajero. Vuelve a ponerse los zapatos. Necesita que todo parezca normal.
— Llevo éstas. ¿Cuánto le debo?
Por alguna causa la verborragia del viejo se detuvo. Francisco recién lo advierte.
— ¿Contado o con tarjeta? En efectivo hay descuento. Y sin boleta, más grande todavía. Por esto de los impuestos, que me están comiendo vivo.
— Efectivo.
Usar la tarjeta es lo mismo que confesar. Todavía no, piensa. Igual se va a saber, pero que no sea hoy. Necesita un poco más de tiempo. Trata de tranquilizarse, al fin y al cabo parece que el hombre quiere más contar su vida que enterarse de la de él.
El viejo hace la cuenta en un papel
— Dos ochenta de lista, menos el veinte por pago en efectivo, dos veinticuatro, joven.
Algo le cambió en la voz al hombrecito. A Francisco todavía le tiemblan las manos cuando saca la billetera y paga. Agarra la bolsa con las zapatillas, susurra un – buenos días – y se va. Le parece sentir la mirada del hombre en la espalda.
El aire fresco le seca el sudor. Alejarse de la zapatillería lo calma. Ya no tiembla. Al pasar por el quiosco de diarios mira los titulares, nada interesante en la tapa. Es el diario local, los nacionales llegan más tarde, como allá. Camina hacia la parada del colectivo que según averiguó lleva al Cementerio. Por si acaso, le pide al chofer que le avise. Le duele el pie, pero no puede postergar ese último paso. El viaje le parece largo, claro que comparado al que lo trajo desde Jujuy… Ese sí que fue eterno. O lo hizo parecer peor el apuro. O las ganas de gritar que todavía tiene contenidas. O…
Francisco está asustado.
— Quedate aquí, ya vuelvo. No hables con nadie — le dice su madre señalando el banco de cemento de la plazoleta.
Le da un beso en la frente, cruza la calle y se mete en medio de gente que entra con ramos de flores. Ella no tiene ramo, pero igual entra al mismo lugar. Antes de perderse de vista se da vuelta, lo mira y le dice chau con la mano. Él contesta el saludo, pero tiene miedo, como cada vez que lo deja solo. La mujer que vende flores lo mira. Él hace como que no se da cuenta. Empieza a hacer dibujitos en el piso con la punta del pie. Con cuidado. No quiere que se le ensucien las zapatillas. La madre se las lavó antes de salir de viaje, y las zurció, porque tienen las puntas rotas. Él sabe que no le alcanza para comprarle nuevas. Y menos con ese viaje. Eso le dijo cuando pasaron frente a un negocio lleno de zapatillas esa mañana. Él quiso mirar la vidriera, ella le tironeó la mano mirando fijo para adelante y apurando el paso. Habían llegado esa madrugada en ómnibus, después de viajar mucho tiempo. Subieron a un taxi, que anduvo un rato largo, hasta llegar a una casa muy grande y oscura. Él tuvo que quedarse en el auto. La madre abrió la puerta con una de esas llaves que siempre tuvo colgadas del cuello y se metió en la casa. Él tuvo miedo de no verla más y se puso a llorar en silencio. El hombre que manejaba lo miró por el espejo sin decirle nada. La madre volvió con una caja chiquita de madera que guardó en el bolso. Le secó las lágrimas, callada, y lo abrazó. Después el auto los llevó a un lugar donde venden café con leche calentito y ahí ya se quedaron solos.
— Próxima Cementerio.
El colectivero lo saca de sus pensamientos. Debe terminar todo. Lo que vino a hacer, lo que dejó hecho allá. Baja. Mete la mano en el bolsillo. El papelito sigue ahí.
Está entrando un entierro, lo mejor que le pudo pasar: se mete entre los deudos. Nadie lo mira. Al llegar a la tercera calle dobla a la derecha, hasta ahí va seguro. Saca el papel arrugado y húmedo, verifica los datos y camina seguro hasta el Panteón. Se palpa el pecho, toca la llave que cuelga de la cadena y tiene que sentarse en el piso, el temblor de las rodillas lo está venciendo. Respira hondo y se levanta. Ya casi, piensa.
Abre la puerta. El olor a rancio, viejo, amontonado, las telarañas que cuelgan por todos lados, su propio temor, son como una pared que casi lo detienen. Espera un minuto, que se ventile un poco, y entra. Un vidrio roto en la parte superior ayuda a airear el lugar. Hay una silla. No entiende para qué sirve una silla en un panteón, pero ahí está. La saca afuera, le sacude el polvo, vuelve a entrar. Cierra la puerta, se sienta y se cambia el calzado. Mira otra vez el papel: bajando, el primer cajón de arriba, a la derecha. – No te preocupes, no está soldado – le parece escuchar la voz de la madre. Recién ahora duda. ¿Y si la abuela todavía no está hecha cenizas? ¿Y si el olor lo descompone? Sabe que tiene que meter las manos, por eso trajo guantes. Cierra los ojos, se concentra, se decide.
Verifica que la escalera esté bien apoyada, los peldaños de hierro son fuertes pero resbaladizos. Hizo bien en comprar zapatillas. Baja, localiza el cajón, respira tres veces, corre la tapa de madera, la apoya contra la pared. Prende el encendedor para mirar por el vidrio y se tranquiliza: huesos, polvo y pelos. Fácil: sacar la tapa de metal, mover un poco las cenizas a la altura del pecho hasta encontrar la cajita.
Francisco tiene hambre. El café con leche está rico, el pan con dulce también, aunque no se parecen a los de allá, en su casa. Su madre está distraída, apenas mira su taza de café mientras lo toma. Parece que solo le importa la cajita, que puso sobre la mesa pero no abre. Solamente la mira. A él no le gusta el gesto que tiene en la cara, cuando pone así los ojos y frunce la frente es porque está triste o enojada. Ahora parece más bien triste.
— Qué te pasa mami- le pregunta con un poco de miedo.
— Nada, hijo, solo estoy recordando
— ¿A la abuela?
— También a la abuela. Por eso ahora vamos a ir al cementerio. Pero vos no vas a entrar, quedate tranquilo. Tengo que dejarle a ella esto, ella es la dueña.
Francisco no entiende para qué le sirve a una muerta una cajita, pero ya no pregunta. Terminan el desayuno y van al baño. Le lava la cara, lo peina, se arregla un poco el pelo, se alisa la ropa con las manos y salen. Hay sol, y mucha gente caminando, o al menos a él le parece mucha. Su madre lo lleva de la mano mientras camina como buscando un lugar. Hasta que pasan frente al negocio ese de zapatillas, y sin decirle nada él quiere quedarse a mirar la vidriera, y ella se apura bajando la cabeza como si se escondiera. Doblan en la esquina, y caminan un rato largo, muy largo. De vez en cuando ella le pregunta si quiere descansar, pero siguen hasta que llegan a esa plazoleta donde lo deja sentado.
Francisco está asustado. Hay una brisa fresca, por eso se da cuenta que está afuera. Se apura. Guarda la cajita en la bolsa junto con los zapatos y se lava las manos en el pico más cercano. Ya no tiene los guantes.
De pronto advierte el silencio: ni un paso, ni una voz. Mira la hora: las dos de la tarde. Se intranquiliza: no puede haber tardado tanto. Está seguro de haber llegado apenas pasadas las once. El Cementerio está desierto, le parece que sus pasos retumban. A la salida hay un hombre que lo mira con extrañeza. Saluda con la mano y camina rápido hasta la parada del colectivo. Una mujer de luto que está esperando lo mira de arriba abajo.
— El pantalón, joven. Y la camisa. — le dice con un gesto de temor. O de asco.
Se mira: tiene el pantalón lleno de telarañas. Y la camisa cubierta de pelos blancos. El colectivo llega, la mujer sube como huyendo, el chofer lo mira pero él está paralizado. El ómnibus se va.
Otra vez. Le pasó otra vez. Se da cuenta que no hay nadie más, entonces se sacude, primero el pantalón, luego la camisa. Los pelos le dan más trabajo, pero el movimiento de sus manos se hace más frenético y logra sacarlos casi por completo. Empieza a caminar por donde se fue el colectivo, mientras trata de recordar, y lo único que logra es esa sensación de un tiempo vacío, un espacio de su vida no vivido. Y que por los rastros en su ropa, prefiere no recuperar. No por ahora.
A las pocas cuadras un colectivo lo alcanza. El viaje le permite pensar en lo que le falta hacer. La ventaja del aislamiento de la casa es que desde que llegó entra y sale sin que nadie lo vea. Se alegra de haber comprado galletas y fruta, y juntado agua la noche anterior. Se baña como puede, se cambia la ropa conservando las zapatillas. Mientras las ata se le representa la cara del viejo. Y la cajita. Decide no abrirla hasta encontrar lo que falta. En el fondo, no quiere.
La casa está tal como le dijo la madre. No había encontrado la entrada al sótano en la primera recorrida, al menos hasta que se torció el pie y tuvo que dejar. Empieza por la sala, mientras camina va dando pequeños golpecitos al entablonado del piso para encontrar un punto en que suene diferente. Nada. Pasa a la cocina, repite todos los movimientos. Recuerda cada palabra de su madre, deshilvanadas por la pena. Primero dijo la cocina, después la sala, al final ni siquiera estaba segura de que hubiera un sótano. – Pero tiene una alfombra oscura en el piso, una biblioteca llena de libros, y el baúl – le dijo.
En la cocina tampoco encuentra nada. Los dormitorios están uno al lado del otro, al costado del patio. El primero tiene una cama enorme y un ropero con espejo. Lo abre: hay ropa apolillada. Algunas cosas se desarman al tocarlas. Otra vez la caminata, los golpes, el oído atento. Lo único que logra es levantar el polvo acumulado. Nada.
En el dormitorio que supone fue de su madre, por la cama simple, hay un ropero chico vacío. Y ahora sí, a un metro de la puerta, los pasos le devuelven el sonido a hueco. La certeza lo aturde, otra vez tiembla, transpira, se agita. Verifica tener el encendedor, las velas, la llave. Y la cajita de madera de la abuela. Se arrodilla, recorre con las manos la superficie hasta encontrar la ranura. Ahora sí siente que el corazón le estalla: su madre no desvariaba. Avanza con los dedos lentamente, hasta descubrir el aro de metal, y entonces ya nada puede salvarlo.
Francisco no sabe cuánto tardó la madre en volver. Tampoco le importa mucho, ahora que siente el abrazo. La mujer que vende flores los mira con cara de tranquila. Él solo quiere irse de ahí.
— Mami quiero pis — dice, y la madre mira para todos lados.
La mujer de las flores debe haber escuchado porque le dice que en el taller del frente le pueden prestar el baño. Cruzan la calle y le pide al hombre del taller permiso para llevarlo al baño. Después le pide agua y recién se da cuenta de que tiene sed. Toman agua, los dos, agradecen, y es como si eso alcanzara para llegar a cualquier lado. O eso le parece a Francisco, que no se queja para nada cuando la madre lo agarra de la mano y lo lleva de vuelta un montón de cuadras caminando. Está muy callada, tiene los ojos rojos, seguro que estuvo llorando. Él sabe que cuando ella llora después le cuenta cosas, muchas que él no entiende casi, de cuando era chica y vivía en La Rioja y era una niña triste, y también de cuando creció y empezó a darse cuenta, Francisco no sabe de qué. O de cuando empezó a noviar a escondidas, por miedo, era muy chica. Aunque ahora es distinto, por eso de que la abuela se murió y a la madre le llegó un aviso que le trajo el cartero y ella lloró mucho más que otras veces.
— ¿Qué dice el papel, mami? ¿Quién te hizo llorar tanto? — le había preguntado.
— Telegrama, hijo, de la Tita, la única que sabe cómo encontrarnos. Se murió tu abuela. Y yo… Después había lavado ropa, armado el bolso y empezaron el viaje.
— ¿El abuelo también se murió?
— Para mí, se murió hace mucho. Antes que vos nacieras — le contestó la madre.
Entonces supo que tenía que callar. Tal vez el miedo que le dio cuando su madre entró en la casa era por si se le aparecía el abuelo, y de nuevo la asustaba.
Ahora que llegaron otra vez a las calles llenas de gente, su madre le hace señas a un auto que dice Taxi, se suben y le pide al hombre que los lleve a la Terminal. Francisco por fin está tranquilo.
En la Terminal está la Tita, esperándolos. Su madre la abraza, las dos lloran, lo acarician en la cabeza. Él sabe que es como si fuera tía de su madre, pero no es hermana de los abuelos. Mucho no entiende, pero no importa, sabe que los quiere, tanto como para guardar el secreto de dónde viven, y de ese viaje. Se sientan en la confitería, comen sándwich de milanesa con gaseosa, y después se quedan sentados en un banco largo, a esperar que sea la hora del colectivo. Francisco está muy cansado, apoya la cabeza en las piernas de la madre y quiere estar en su cama, al lado de la de ella, en la pieza del fondo de la casa de don Bartolomé. Se duerme, pero no del todo, porque escucha como de lejos la conversación, que en voz baja, tienen las dos mujeres. Por eso no está seguro si está soñando o escuchando, eso de un baúl en el sótano, de la llave que tiene la Tita, y ahora es de la madre, algo del gallego ese que vende zapatillas, y que tiene la culpa, o la culpa es del abuelo. Se despierta con la voz de la madre que le dice que tienen que prepararse, que viene el ómnibus. La Tita ya no está.
— No quiso despertarte, te dejó un beso — explica la madre sin que él pregunte.
En el viaje tampoco pregunta, igual ella le cuenta que lloró tanto a la mañana porque no la pudo ver a la abuela viva y la tuvo que ver muerta, para ponerle en las manos esa caja que sacó robada de la casa, porque eso le había prometido y a las promesas hay que cumplirlas; entonces le promete a él que cuando tenga la edad, le va a contar porqué ella se fue a Jujuy con él en la panza y entró a trabajar cama adentro en la casa de don Bartolomé, que por suerte es tan bueno; que él siempre le tiene que agradecer el techo y la comida, porque aunque la paga es poca al menos les alcanza y el año que viene cuando ya tenga los 6 años lo va a mandar a la escuela, todo gracias a ese hombre que los quiere como si fueran de la familia. Ya no llora su madre, entonces él se duerme, hasta que llegan a Jujuy.
Tira con fuerza. Reconoce que tiene miedo, sobre todo después de lo del cementerio. La compuerta se abre con un crujido, dejando salir una bocanada de ese olor helado y seco, típico de los sótanos. Deja pasar un rato, con el pretexto de esperar que se ventile un poco. En el fondo sabe que ya no puede parar. Al fin y al cabo, es algo que le debe a su madre, después de todo lo que hizo por él.
Prende el encendedor: ahí está la escalera, se ve entera y firme, de madera gruesa, oscura. Igual le da un poco de temor, así que baja con cuidado. De chico le encantaba meterse en el sótano del almacén de don Bartolomé, allá en Jujuy. Pero éste es distinto: no sabe cuánto hace que no se abre, tal vez hay ratas, o víboras, quien sabe. Y le duele el pie. Llega abajo, enciende una vela, se queda quieto, atento a cualquier ruido. Nada. Observa el lugar, que tiene el tamaño de la pieza de arriba. Busca la alfombra que mencionó la madre: está enrollada, apoyada en la biblioteca, que está vacía. En un rincón está el baúl. Aparte de eso, sólo telarañas. Y frío. Y miedo. Al menos ahora no tiembla.
La llave entra en la cerradura sin dificultad. Por un momento teme que esté vacío. Abre la tapa conteniendo la respiración, por la tierra que se levanta, por si acaso haya olor. Acerca la vela y mira: el vestido rosado, bordado y con puntillas, envuelto en papel celofán transparente, parece flotar, sobreviviente del tiempo y las polillas. El que su abuela cosió y bordó a escondidas, para los 15 años de su madre. El que su madre nunca usó, porque para cuando cumplió los años ya le quedaba estrecho. El que la abuela enterró en el baúl, con un cartelito que dice “Antonia”, encima de los tres bultos prolijamente envueltos con tela que ahora Francisco encuentra, al levantar el vestido. Uno al lado del otro, como pequeñas momias, numerados. Hay pétalos secos de flores por encima. No le hace falta nada más. Abre la cajita de madera y completa el círculo: tres pedacitos de tripa resecos, atados con hilo choricero, de cada uno de los cuales cuelga una etiqueta de cartulina amarillenta y borrosa. Tiene que sentarse. Se sorprende de no temblar, a pesar del galope del corazón. No quiere cerrar los ojos, teme que le pase otra vez. Eso del tiempo vacío, teme. Respira bien profundo, contiene el aire, lo suelta lentamente. Otra vez, y otra, hasta que lo logra.
Francisco está asustado. No importa lo que diga don Bartolomé, eso de que ya es un hombrecito y no hay que tener miedo. La que está enferma es su madre, él tiene 14 años, y ninguna otra familia. La Tita se murió el año pasado, allá en La Rioja. Y don Bartolomé está algo viejo. Aunque ella no quiere, él la acompaña al hospital. Quiere saber qué tiene. Que no le mientan. La madre protesta, al final cede. Le piden un montón de análisis, y unas radiografías. Igual la doctora que la revisa esa tarde los tranquiliza bastante: parece que a las mujeres les pasan cosas según la edad, y de eso se trata, a pesar de ser joven.
— ¿A qué edad tuvo la menopausia su madre? — pregunta.
— No sé, y ya se murió — contesta Antonia.
— ¿De qué murió, y a qué edad? — quiere saber la doctora.
— A los 52, de pena — dice su madre. La doctora la mira, lo mira a él, y no pregunta más.
— Vuelva en cuanto tenga los estudios.
Esa noche ninguno de los dos tiene sueño. Desde hace un par de años Francisco duerme detrás de un biombo que su madre puso en la pieza, — porque ya estás grande — Ahora lo pliega, se sienta en la cama y le pide que le explique, ya tiene la edad y ella le hizo la promesa.— Y las promesas se cumplen — le recuerda. Antonia se levanta, prepara el mate, y le cuenta. Que cuando ella nació tuvo suerte, porque el abuelo estaba preso, por eso está viva. Y que la Tita andaba cerca, ella hizo de partera. Que cuando al abuelo lo soltaron ya no pudo hacer lo mismo que las otras veces. Por pegador, estuvo preso. La única vez que la abuela se animó y lo denunció, en toda su vida. Porque ella ya estaba por nacer, y esta vez no lo iba a permitir.
— ¿Qué no iba a permitir? — pregunta Francisco.
— Que yo no viva, hijo
Él no entiende mucho, pero sabe que no es momento de preguntas. Toman un par de mates en silencio, luego Antonia sigue hablando. Que después no volvió a pegarle, porque en la comisaría le habían dado un escarmiento y porque la abuela lo tenía amenazado. Que ella de chica escuchó muchas veces eso de “Si nos tocás un pelo a cualquiera de las dos, hablo. Y muestro, porque nunca te preocupaste por saber dónde fueron a parar. Y tu amigo el gallego ese, mejor que no se meta” Que recién después, cuando a los 14 se quedó embarazada, por no saber, la abuela lloró mucho y le pidió a la Tita que se la lleve lejos y no le diga nunca dónde, para alejarla del abuelo y del gallego. Y que recién entonces le contó a ella cómo el gallego mandaba a su mujer, que era partera, para que la atienda en los partos y la mantenga atada mientras el abuelo y él obraban.
Después de eso, lo primero que Francisco ve es el sol entrando por la ventana de una pieza del hospital. Porque entonces es cuando le pasa por primera vez, eso de horas sin recuerdos. Un médico lo revisa, le pregunta cosas, le dice a su madre que lo observe. Como si no lo cuidara su madre. Todo el tiempo lo cuida. A pesar de estar enferma. Él se viste y vuelven a la casa. Su madre llora mucho, tratando de esconderse, pero no siempre puede.
Francisco mira otra vez lo que tiene al frente. Logra leer en parte las etiquetas de los cordones, lo suficiente como para saber a qué bulto pertenece cada uno, y colocárselo encima. Son tan pequeños… Los saca con un poco de miedo, cierra el baúl con llave, y sube. Ya anochece, está cansado después de semejante día. Está tentado de encender el celular que mantuvo apagado desde que empezó el viaje, pero sabe que aún no es momento. Coloca los bultos sobre la cama grande, los cubre con su campera, con cuidado, pensando en la abuela. Revisa la bolsa de dormir, por si hay bichos, apaga la vela y por primera vez en esos días piensa en la Anita. La mujer que lo está esperando desde hace tiempo, porque se quieren pero él no quiso casarse, ni tener hijos, porque temía que lo de su madre fuera locura y que se heredara, y tal vez la maldad del abuelo también se hereda, y ya no quiere que nadie sufra, mucho menos la Anita que es tan buena. De la nada se le cruza en la mente don Bartolomé. Cuando era chico le tenía rabia, por eso de que su madre lo dejaba solo, y se iba a pasar la noche con él, creyendo que Francisco estaba dormido. Cuando se hizo hombre entendió, pero nunca dijo nada, porque pensó que los quería. Recién cuando su madre tuvo el ataque que la dejó inútil de medio cuerpo, se dio cuenta de cómo era la cosa. Y se lo estuvo aguantando, mientras la pudo atender sin que él se lo echara en cara. Hasta ese día de la semana pasada, cuando volvió del trabajo y lo encontró tratando de manosearla, inválida como estaba mientras ella lloraba, y a él le pasó otra vez eso de no saber lo que hacía. Y cuando volvió a darse cuenta el viejo estaba muerto. Lo último que recuerda antes de quedarse dormido es que el cadáver no tenía golpes, ni sangre.
Un día Francisco vuelve de la escuela y su madre lo espera con el mate cocido bien dulce y el pan casero calentito, porque tiene que llevarle los estudios a la doctora y antes de irse prefiere contarle las cosas que aún no le dijo. Se sienta con él a la mesa, y esta vez sin llorar, le explica. Que don Bartolomé es primo lejano de la Tita, por eso cuando la abuela le pidió que la sacara de su casa, ella la puso en el colectivo y él la esperaba en la Terminal. Que por más que parezca otra cosa, ese hombre es bueno y a ellos les salvó la vida. Que nunca más supo nada del que fue su padre, hasta esa vez que volvieron a La Rioja cuando se murió la abuela, y la Tita le contó que por miedo al abuelo, los padres de él se lo llevaron lejos, quien sabe a dónde. Que se llama Nicolás Flores, por si alguna vez lo encuentra. Que ella tiene una deuda de honor con la abuela, que ahora que anda enferma tiene miedo de no poder saldar. Por eso, si ella se muere o se queda inválida, él tiene que ir a La Rioja, buscar la cajita que ella le puso a la abuela en el pecho, ir a la casa, tranquilo porque el abuelo se murió de inútil a poco de morir la abuela, buscar un baúl que hay en el sótano y seguir las instrucciones que ella le va a escribir apenas vuelva del hospital. Por la memoria de la abuela, por todo lo que sufrieron, y para que la gente sepa la verdad, del abuelo, del gallego y de su mujer.
Lo despierta la luz y el canto de los pájaros, se asombra de no haber soñado nada a pesar de lo vivido. Y se alegra al descubrir que el pie ya no le duele. Mira el reloj: las nueve de la mañana. Piensa en su madre, tan sola allá, tan lejos, y siente urgencia por volver. Desayuna una fruta mientras escribe la nota que pondrá junto a los paquetes. Los acomoda suavemente en su mochila. Cierra la casa y empieza a caminar rumbo al centro. Por primera vez desde que llegó no le importa si alguien lo ve. Tampoco tiembla, ni transpira. Siente que ha superado el temor, y comienza a disfrutar de lo que viene.
Llega a la plaza principal y dobla hacia la zapatillería, deseando poder mira al viejo a la cara sin miedo. Lo desconcierta la persiana baja: el negocio está cerrado. Pegado con cinta de embalar, un cartel manuscrito, desprolijo, dice “CERRADO POR DUELO”. Que no se haya muerto el viejo justo ahora, piensa. No antes de ponerlo al descubierto. Duda un momento, finalmente decide preguntar. Camina hasta el quiosco de diarios y saluda al diarero.
— Buen día. ¿Sabe por quién están de duelo los de la zapatillería?
— Por la mujer del dueño. ¿Usted los conoce?
— Un poco, de hace mucho tiempo. Y hoy venía a hablar con él.
— Me parece que va a tener que espera mucho… La ironía del hombre era una invitación a seguir averiguando.
— ¿Por?
— Porque según dice la policía el viejo la mató, no se sabe bien si tuvo la intención, pero al parecer le pegó lo suficiente…Lo cierto es que lo metieron preso.
Francisco se queda mudo. Deberá cambiar de plan. Decide entrar al café de la esquina y pensar tranquilo. Saluda al quiosquero, y al girar casi choca con el exhibidor de diarios. Mira los titulares. El diario local muestra en la portada una foto del Cementerio: “PROFANARON ATAÚD EN ANTIGUO PANTEÓN – Desconocidos entraron al Panteón de la Familia de Antenor Morales y destruyeron su ataúd. Los restos quedaron esparcidos por todo el piso”.
No lee más. No le hace falta. Instintivamente se mira las manos, con asco. Respira hondo, ya está, eso fue ayer, piensa, hoy es otra cosa. Palpa la mochila que de golpe le pesa en la espalda, y entra al café, más que nada para sentarse. Aunque está necesitando tomar algo. Unos mates de su madre. Se conforma con un café con leche, calentito como aquel de su primer viaje a La Rioja, pero distinto. Pone la mochila en la silla del frente y se queda mirándola, como si los bultos que tiene adentro pudieran ayudarlo.
Lo que lo ayuda es la conversación de dos hombres de la mesa vecina.
— ¿Viste lo del cementerio? Yo me enteré ayer a la tarde. ¡No lo podía creer! Te imaginás, es la primera vez que pasa algo así, que yo sepa. Aquí todo el mundo hablaba de eso, y varios se acordaban del viejo Morales como un hijo de puta…
— Yo recién esta mañana cuando vi el diario. Mi mujer dijo que siempre hubo cosas raras con los Morales. Que tenían una hija que desapareció de un día para el otro, sin explicaciones, y que la esposa vivía encerrada. La verdad es que eso y lo de la mujer del gallego, terrible.
— Eso también, quién iba a creer. Pobre, qué le habrá pasado por la cabeza…
— Mirá, mi viejo siempre decía que no todo es como parece. Ella siempre tuvo algo raro, no sé, en los ojos se le notaba. Como una maldad.
— Callate, dejá de hablar que ya está muerta. Además ya hace tiempo que con ese cuento de la memoria el viejo la tenía guardada, por algo será. Le había dado por contar historias viejas, me acuerdo. Quien te dice, por algo la quiso callar…
— Con eso de la muerte violenta recién mañana la van a enterrar, por la autopsia, dicen. Y el gallego se va a tener que aguantar que la pongan en el Panteón que lleva su nombre, qué ironía…
— Movidito el cementerio, como nunca…
No necesita escuchar más. Paga, agarra la mochila y despacio, tranquilo, sin importarle más nada, camina de regreso hacia la casa. Ahora sí prende el celular. Hay muchas llamadas perdidas de la Anita, y varios mensajes. Está preocupada por su silencio. Antonia está bien, dentro de su estado. Los médicos dijeron que tal vez don Bartolomé se murió de un infarto. Ya lo enterraron. Francisco respira tranquilo. Le manda un mensaje a la Anita: “Estoy bien. En un par de días vuelvo” y apaga el teléfono.
Baja otra vez al sótano, ya sin temores ni apuro. Saca del baúl el vestido envuelto como un regalo. El regalo que le llevará a su madre. Revisa lo que queda en el fondo, por si la abuela hubiera guardado algo más, pero sólo hay telas. Ya no se preocupa por cerrarlo con llave. Sube, asegura la puerta del sótano, y ordena las pocas cosas que trajo de equipaje. Repasa la nota que escribió y decide un pequeño agregado, casi obligado por las noticias de la mañana. Como para cerrar el círculo. Por la abuela, por su madre, por él mismo. Cuando termina son las tres de la tarde. Increíble, piensa, qué rápido se pasó el tiempo. Mejor. Tiene hambre. Come lo que le queda de galletas y frutas, y se recuesta a esperar el atardecer. Tiene que entrar al cementerio antes de la hora de cierre, pero no a la luz del día, por si está el mismo cuidador, para que no lo identifique. Sin darse cuenta, se duerme. Está sentado al lado de la Anita en el patio de la casa de don Bartolomé. Antonia es joven y se ve contenta. Hay un silencio suave que los envuelve. Empieza a correr un viento extraño, lleno de polvo que los tapa. De pronto está todo claro. Francisco busca a su madre con la mirada, no la encuentra. Tampoco está la Anita, como si el viento se las hubiera llevado. Corre hacia la pieza en la que viven, pero en su lugar hay solo ruinas, muy viejas. Se da vuelta hacia la casa, ahí está, pero es la de la abuela, con las luces encendidas, las puertas y las ventanas abiertas por las que salen volando papeles, o tal vez son pájaros, Francisco no está seguro. Quiere alejarse, siente las piernas muy pesadas y le cuesta respirar. Cierra los ojos y en ese instante suena un trueno como de rayo. Mira, la casa de la abuela está incendiada, y cae una lluvia helada que no lo moja a pesar de estar parado en medio de la calle. Ahora corre, corre sin parar, hasta la plazoleta de frente al cementerio, donde lo están esperando la Anita y su madre, sentadas en el banco de cemento donde alguna vez lo dejó solo Antonia, y la mujer que vende flores le alarga un ramo enorme de margaritas de colores mientras le dice que se apure, porque ya llega el entierro.
Una puerta que se golpea lo despierta. Está agitado, mojado de transpiración. Se queda sentado hasta calmarse. Mira el reloj: las 6 de la tarde. Piensa en el sueño que acaba de tener, y decide apurarse. Carga la mochila y la nota, y sale rumbo al cementerio. Ya se las ingeniará para encontrar el panteón del gallego, nunca les tuvo miedo a los muertos, si hace falta se quedará toda la noche hasta encontrarlo.
El viaje en colectivo le pareció mucho más corto que la primera vez. A pesar de la hora, hay gente, de modo que su entrada no llama la atención. Está de suerte: a poco andar ve unos hombres que están limpiando un panteón. El apellido que figura arriba es el del gallego. Ya está, piensa. Sigue caminando para disimular, dobla en la primera calle que cruza, y se queda a esperar que terminen. Apenas 15 minutos, y el panteón queda cerrado y solo.
Francisco espera que oscurezca un poco, verifica que nadie lo ve. Deposita en la entrada los tres muertitos con sus identificaciones y la nota bien asegurada en el primero, y se va.
Camina un trecho, hasta una parada de taxis. Sube al primer auto y pide que lo lleven a la Terminal. Compra el boleto, le quedan dos horas de espera. Come un sándwich de milanesa con una gaseosa, como si estuvieran con él su madre y la Tita. Se lava la cara, se peina, ese viaje es una fiesta. Enciende el celular y le manda un mensaje a la Anita, el que ella está esperando desde hace tanto tiempo. Sentarse en el colectivo y dormirse es una sola cosa.
Se despierta cuando están pasando por Tucumán. Es largo el viaje, le da tiempo para pensar. Repasa cada cosa que hizo, cada palabra que escuchó, cada sentimiento que le fue aflorando en esos días. Trata de imaginar qué pasará esa mañana en el cementerio, cuando encuentren los muertitos. Se da cuenta que no le importa si alguien lo relaciona con eso, y con lo del panteón del abuelo: él no cometió ningún delito. Además, hasta que lo identifiquen….También advierte que, desde aquel primer día en el cementerio, no le pasó de nuevo eso que tanto miedo le provoca. Tiene todo ordenado en su cabeza, sin tiempos vacíos. Tal vez eso de respirar profundo ayuda. Qué pensará su madre cuando le cuente todo. Lo tranquiliza haber cumplido por ella con la abuela. Tal vez le lleve algo de paz, después de tantos años de soportar cosas, y ahora así, casi inútil por el ataque. Y lo de don Bartolomé, eso lo preocupa, saber qué piensa su madre, cómo lo siente. Porque al fin y al cabo, y por más que parezca otra cosa, a él no le toca juzgar, a ninguno.
Ya termina el viaje. Está en su casa.
La Anita anda silenciosa por el patio de la casa. De vez en cuando se acaricia el vientre: todavía no se ve, pero ella sabe. No se lo dijo a nadie, ni a Francisco, no quiere ilusionarlo hasta que la vea un médico. Él anda triste, desde que se murió Antonia, hace un mes. Una lástima, seguro que le hubiera gustado tener un nieto. Una pena grande, pobre, había mejorado desde que Francisco volvió de La Rioja y le trajo ese vestido de regalo. Aunque también fue como si hubiera bajado los brazos, al menos eso le pareció a la Anita. A ella nunca le contaron toda la historia, sólo que se habían arreglado unos temas de la familia, y ese vestido rescatado de un baúl era como un símbolo. Por eso, cuando enterraron a Antonia, se lo pusieron en el cajón.
Ahora corta las flores que llevarán esa tarde al cementerio, para Antonia y para don Bartolomé. Están enterrados uno al lado del otro, así lo pidió ella. Antonia y Bartolomé, lindos nombres para ese hijo, piensa la Anita.
Mención Especial en el II Concurso de Cuentos del Noroeste Argentino, 2013, Editorial de la Universidad Nacional de Tucumán
Le dieron ganas de escribir, quizás por eso de tener que esperar. O de estar encerrada.
En realidad no le importa. Al menos se condolieron y le dieron papel y una birome. Le parece que la tipa de la puerta la mira fijo todo el tiempo. Le dice que no se preocupe, que acaba de descubrir que no se lleva bien con la muerte. Ahora la mira peor. No entiende nada.
Como si no le importara, empieza a escribir. Pero sí le importa. Piensa que quizás nadie lea su historia, ni siquiera el destinatario, o culpable, ya ni sabe. Empieza ayer por la mañana, con ella yendo a contratar un viaje, sin entusiasmo. En la puerta de la agencia de viajes dio la vuelta y sin dudar entró al café de mesas de madera que a ambos les gustaba, por primera vez desde que se había quedado sola. De pronto eso de ir a Roma le pareció ridículo.
Miró el árbol de las garzas de la plaza del frente y recordó que también había golondrinas. Les envidió la capacidad de pasar desapercibidas. No como ella. Pidió un capuchino, como él hacía siempre, y empezó a extrañarlo. Qué tonta, pensó, después de tanto tiempo. Las garcitas blancas, en la punta de cada rama de la araucaria, empezaban a moverse. En un rato más volarían, seguidas de las golondrinas, como todas las mañanas cuando el sol comienza a calentar. Y ella, anclada en el café. Algo le molestó en el estómago.
Tenía que anotar su decisión, era parte de sus hábitos. O ya era una manía, no estaba muy segura. Buscó una lapicera en el fondo de la cartera. Como no la encontraba fue sacando las cosas y poniéndolas en fila sobre la mesa. El orden estaba primero. Una autopsia, pensó. No de la cartera justamente. Otra vez esa sensación molesta, pero en ese instante el mozo le trajo el capuchino. La miró con lástima, o al menos eso le pareció. Últimamente le parecía que todos la miraban así. Suspiró mientras revolvía el contenido de la taza. Tomó un sorbo y prosiguió la búsqueda. Nunca más una cartera grande, se dijo. Estaba llegando a la conclusión de haber guardado una vida en ella. El problema se le planteaba ahora que quería deshacerse de esa vida. Y el contenido de la cartera se encargaba de resucitarla en ocasiones impensadas. Como en la simple búsqueda de una lapicera. Interrumpió el escrito: ¿dónde estará la cartera ahora?
Sobre la mesa del café el inventario la acusaba. El ticket del CD de Sabina que se regaló ella sola en su nombre, justificando su olvido. Los pañuelos de papel que ya no eran tan necesarios, pero… Papelitos de caramelos jamás tirados. La tarjeta del fotógrafo que él le recomendó, manuscrita, por eso la guardó. El par de guantes de cuero de carpincho que sí le regaló por el aniversario, pero un mes antes de la fecha correcta. Qué tierno, recuerda haberle dicho, adelantar el festejo. Estaba enamorada. El estuche de los anteojos de sol que perdió hace tiempo. La lapicera.
Terminó el capuchino, guardó los pañuelos, metió guantes, ticket y tarjeta en el estuche inútil. Prolijamente. Lo dejó a un costado de la taza. Miró de nuevo el árbol de las garzas, que ya no estaban. Se fueron con las golondrinas, supuso, hasta el próximo atardecer. Pensó que tenía que hacer lo mismo. Irse, del lugar, de ella misma, pero no encontraba cómo. Esa certeza la desconcertaba, estaba fuera de todo orden, que era su cualidad más destacada.
Abrió el cuaderno en el que había diagramado en detalle su viaje a Roma. En la primera hoja vacía escribió: 10 de la mañana. No sé qué hacer. Otra vez el estómago le avisó que así no marchaban las cosas.
El mozo levantó la taza y le preguntó si quería algo más. Otro capuchino, dijo, y cerró el cuaderno. Se concentró en la gente que pasaba por la calle. Seguramente habría otros decepcionados, o lo que fuera, como ella. Se convenció que todos los demás eran unos perfectos mentirosos. Como él.
El segundo capuchino le duró mucho más tiempo, cuando lo terminó ya estaba frío y eso también le molestó. Pagó la cuenta, levantó el cuaderno, y dejó a propósito el estuche de anteojos cargado de pruebas. ¿De qué, las pruebas? pensó ahora que lo veía escrito. De tu estupidez, se contestó a los gritos en su cabeza. Se fue rápido, antes que el mozo encontrara el estuche y tratara de alcanzarla.
En la esquina casi tropieza con Mario el mudo, cargando ese santuario que ya es parte de él mismo. A pesar de los años, Mario el mudo está igual, o así parece. Ella, en cambio, ya ni sabe cómo está. En ese momento le vio algo diferente. Se dio vuelta para mirarlo. Y sí, claro que estaba diferente: iba hablando por celular. De juguete, supuso. Y con Dios, seguramente. ¿Con quién más podría hablar un inocente sordomudo? Nada puede ser un límite verdadero le dijo su cabeza. Le tiró un beso imaginario deseando que Dios lo escuche, y volvió a su casa.
Se recostó y se durmió. No está segura de si soñaba, o en un sopor, solamente recordaba. Ya le había ocurrido un par de veces, esa confusión. Lo vio a él parado en la puerta, diciéndole que se iba. Y diciéndole por qué. Mejor dicho, por quién. Ella lloraba. Estaba en medio de un desierto. Una lágrima muy gruesa cayó al suelo. Despacito se fue metiendo entre la arena y se convirtió en grano de sal. El desierto se hizo lago, el grano de sal se disolvió y todo fue mar. Ella flotaba, pero se estaba ahogando. Quiso volar. No pudo. Un águila iba en picada hacia ella. El terror la despertó. O la hizo reaccionar. Depende. No importa, el resultado fue el mismo: tuvo que ducharse.
Se vistió y salió, casi deseando volver a cruzarse con Mario. ¿Para qué? Por primera vez en casi un año se sentía viva. Volvió al mismo café de mesas de madera, porque a pesar de todo, le seguía gustando. Miró el árbol de las garzas, sin pájaros. Pidió un café, en lugar de un capuchino. Bien. Se dedicó a disfrutarlo. Al momento de pagar le preguntó al mozo si habían encontrado un estuche de anteojos. Se lo trajo. Lo guardó en la cartera, y aprovechó para sacar el cuaderno. A continuación del no sé qué hacer anotó: 6 de la tarde. No voy a Roma. Fue a la agencia de viajes y contrató uno a las playas de Brasil. Le pareció que un poco al fondo se escuchaba un aplauso.
Decidió ir a cenar a la casa de su padre. Por el camino compró una pizza con morrones y aceitunas negras. Y helado de chocolate. A su padre le encantan, a él le asquean. El único comentario del padre fue te veo mejor, sin nombrarlo. Comieron tranquilos. Antes de irse entró a su cuarto después de usar el baño. Del cajón de las armas sacó el .357 con el que le había enseñado a tirar, y cinco balas. Muchas, pero nunca se sabe. Por suerte todavía no había cambiado la cartera. Cuando se despidió le pareció que el padre la miraba preocupado. Lo tranquilizó avisándole del viaje. Quedó contento.
Pasó por el café, por la vereda de en frente. A esa hora él va, todas las noches. Pudo mirarlo cómoda, por la falta de luz y porque los árboles son perfectos para ocultarse. Matarlo sería la perfecta venganza. En ese momento sonó su celular. Inexplicablemente pensó que el que llamaba era Mario el mudo y se empezó a reír. Entonces decidió que no valía la pena. Acarició el revólver sin sacarlo, y tuvo ganas de volar. El malestar en el estómago se convirtió en calambre, y ya no estaba segura de si hablaba sola, o si todos la señalaban con el dedo y se reían a carcajadas. Entonces sonó el tiro, y los gritos de la gente se mezclaron con los graznidos de las garzas y las golondrinas que huían espantadas. Alcanzó a verle la cara justo antes que la tiraran al piso. Cara de incredulidad tenía. Cuando llegó la policía y la subieron al patrullero su cabeza estaba muda.
El vuelo sale a las doce. Ya se lo dijo dos veces a la tipa de la puerta, que la mira fijo, con media sonrisa torcida. Le pide que al menos guarde bien la cartera, aunque tenga un agujero, el cuaderno y el estuche de anteojos lleno de porquerías. Si Mario el mudo puede hablar por celular, la puerta de la celda no puede ser un límite verdadero.
Su cabeza se ha callado. Guarda el papel y la birome debajo del colchón para intentar dormir. Sueña o recuerda, no sabe, que están socorriendo a Mario el mudo, que tiene un tiro en medio del pecho.
Primera Mención en el Concurso Feria del Libro 2014, La Rioja
La vecina está barriendo la vereda, como siempre, a las tres de la tarde. En el noticiero dijeron que la temperatura es de cuarenta y dos grados y subiendo. La escoba que usa es de plástico, se está derritiendo. Los pájaros siguen cayendo, oliendo a podrido. Ella no mira para arriba. Los amontona, los levanta con sus guantes de goma amarillos, los va poniendo en bolsas, ata las bolsas a medida que se llenan, y empieza de nuevo.
Yo tampoco miro para arriba: no puedo despegar mis ojos de sus pies, que con sandalias pisotean los bichos que aún no recogió.
En la radio se escucha una música tétrica. Interrumpen para leer otra vez el comunicado del obispo. Pretende llevar tranquilidad a los feligreses, desechando las visiones apocalípticas de algunos, haciendo suyas las explicaciones oficiales de efectos del calor sumado al incendio forestal del cerro, pero sugiriendo que no está de más rezar.
La lluvia de pájaros disminuye. El olor no. Ahora la vecina mira para arriba, haciendo visera con la mano. El pájaro siguiente le cae en la cabeza. Ella retoma su tarea coronada de plumas.
Yo cierro la persiana.
Primer Premio del Concurso Nacional de Cuento Corto Babel –Versión Micro, Biblioteca Popular Babel 2017. La Falda, Córdoba
El muñeco no está ladeado. La peluca le tapa los ojos. Sentado en la puerta, espera que llegue la pacota. Solo.
Los chayeros le cantan y bailan alrededor hasta la hora de la quema. Apenas le acercan el fósforo explota como ningún otro, puro fuego y humo. Hay harina, olor a albahaca, a vino, a asado.
Borrachos, los chayeros se van. Saben que Juan andará chumado y María esquivando los golpes.
Este año no.
La vereda amanece sembrada de huesos chamuscados.
María no está.
Mención especial en el Concurso Nacional Te cuento la Chaya, 2018, La Rioja
Al revés, dice la mujer.
Al revés qué, pregunta ella.
El tiempo, contesta la enfermera.
Imposible, dice ella. Siempre va para adelante.
Pero al revés, dice la mujer.
Se calla. Ahora la mujer se mete dentro de la enfermera. Otra vez, piensa. Pero no voy a decirles nada. Sabe que trabajan para el hombre que vino después de que se fue el marido. No lo conoce mucho. Tampoco puede decir nada malo. Se ocupa de todo: las compras, la empleada, el auto, la enfermera y esa mujer. La trata bien. No le hace faltar nada. La lleva al café, a pasear al centro, o en el auto por las afueras. Le dice Bebé, con respeto. Eso no le gusta mucho, es el apodo que usaba el marido. Pero él se fue, y la única vez que volvió estaba distinto. Viejo. Petiso. Canoso. En cambio el hombre es alto. Buen mozo y atento. La primera vez le molestó que se acueste a dormir en el lugar del marido sin pedir permiso. Tuvo que taparse hasta la cabeza. Pero nunca la toca. Así que está tranquila.
La mujer está de nuevo al lado de la enfermera. Tiene en la mano izquierda una pastilla y en la derecha un vaso con agua. Tome el remedio, le dice. Lo tomé mañana, contesta.
Al revés, dice la mujer. Al revés qué, pregunta. El tiempo, contesta la enfermera.
Tiene que hablar con la hija. Eso también se complica. Ahora en vez de una hay tres mujeres que dicen que son sus hijas. Ella sabe que tuvo una hija, con el marido ese que se fue. Además tienen un apellido que no es el de ella. Eso no se lo pueden discutir, pero discuten.
¿Cuándo vino a visitarme Gabi? pregunta. La mujer está otra vez dentro de la enfermera, desde ahí la mira y no le contesta. La semana pasada, dice la enfermera. ¿Era septiembre? pregunta. Estamos en agosto, dice la mujer desde adentro. Por eso, insiste ella, vino en septiembre. Al revés, dicen las dos juntas.
No discute más, es evidente que quieren confundirla. Cuando venga el hombre tendrá que pedirle que les explique. O que las cambie. O al menos que las espíe. Y que hable con esas mujeres que quieren hacerse pasar por hijas. Las vio hurgando los cajones. Sacaron ropa diciendo que ya es vieja. La compré el mes que viene, les dijo. Una se rió. La hija en cambio la miró con cara rara.
Tengo hambre, le dice a la mujer. La última vez que comí fue mañana.
Al revés, dice la enfermera. Al revés qué, pregunta ella. El tiempo, contesta la mujer. Imposible, dice ella. Siempre va para adelante. Pero al revés, dice la enfermera.
Se calla. La mujer le trae una taza de té y dos tostadas. Ya comió mucho hoy, le dice. El médico la va a retar. Ella tiene hambre como de comida, reclama el almuerzo. La enfermera le dice que ya es casi hora de cena. Se rinde, toma el té. Se mira las manos, cuenta los anillos. Donde están los anillos que me faltan, pregunta. Guardados, le dicen las dos juntas. Mienten. Cuándo los guardé, pregunta. Cuando vinieron sus hijas, ellas le ordenaron todo y guardaron los anillos. El año que viene, entonces, les dice.
Al revés, dice la mujer.
Al revés qué, pregunta ella.
El tiempo, dice la enfermera.
Imposible, dice ella. Siempre va para adelante.
Pero al revés, dice la mujer…
Primer Premio del Concurso de Cuentos de la Feria del Libro 2018, La Rioja
El sonido me taladró los oídos. Me despertó. Me encontré en el piso, enredado en la sábana, agitado casi hasta no poder respirar.
Cuando pude pensar, tuve la certeza de que algo se había estrellado en el patio interno del edificio. Y dos recuerdo nítidos: mi bisabuela que me miraba sonriente desde la puerta de la terraza, y mi hermano que con expresión siniestra me pedía silencio mientras la empujaba.
Entonces me senté, recordando que no conocí a mi bisabuela y que no tengo hermanos.
Alguien grita, y suena una sirena.
Finalista en el Concurso Internacional de Microrelatos 2018, Cuentos a la Calle
El viento arrastra una foto por la vereda. Hay una casa con una ventana abierta, detrás niños riéndose y una muchacha de espaldas a la calle por la que pasan chayeros cubiertos de harina, con cajas y guitarras. Alguien saca una foto. La muchacha estará de espaldas para siempre, llorando en silencio. Un carnaval de hace un tiempo le robó a su amado, que cantando se fue tras una morena prometiendo volver pero nunca lo hizo.
Hay olor a albahaca. La casa ya no existe. El viento arrastra una foto por la vereda.
Mención Especial en el Segundo Concurso Nacional Te cuento la Chaya 2019, La Rioja