Ricardo Mercado Luna

Mercado Luna Ricardo

Ricardo Mercado Luna nació en la ciudad de La Rioja, el 15 de noviembre de 1932 y falleció en la misma ciudad el 13 de abril de 2005.

Abogado y Doctor en Leyes, tuvo una activa participación en la vida intelectual y política de su provincia. Apoyó numerosos emprendimientos culturales, entre los que se destaca por su trascendencia, el gesto de donar una importante suma de dinero para la conformación de un Fondo Editorial administrado por la Biblioteca Popular Mariano Moreno, con el cargo de publicar libros de autores riojanos considerados clásicos inéditos o agotados.

Dicho fondo, creado en 1999, continúa en la actualidad bajo la dirección de su hija Marcela, brindando a los riojanos títulos locales de gran envergadura. Obtuvo diversas distinciones y premios a lo largo de su vida.

 

Principales obras:

Históricas:

  • El viejo estilo
  • Antecedentes electorales de La Rioja
  • Historia de las Instituciones Políticas y Jurídicas de La Rioja
  • Los coroneles de Mitre
  • Legitimidad y mito
  • La Rioja de los hechos consumados
  • Los rostros de la ciudad golpeada
  • Enrique Angelelli, Obispo de La Rioja
  • Solitarias historias del siglo que nos deja
  • Vida política y orden constitucional.

Jurídicas:

  • Esquema de ubicación para las constituciones riojanas
  • Estabilidad del empleado público
  • Derecho constitucional
  • Constituciones de La Rioja
  • Pensamiento político y aporte a los juristas riojanos al país
  • Constitución, política y sociedad
  • Amparo por mora en la administración pública riojana
  • ¿Pueden ser gobernantes de la Democracia quienes lo fueron durante los golpes de estado?
  • Derecho Constitucional Provincial
  • Invocación de la doctrina de la Real Malicia
  • La Libertad de Prensa y su problemática existencial

Literarias:

  • La Ciudad de Los Naranjos
  • Filemón Gómez: ¿existe?
  • El Arreo (cuentos)
  • Cuentos Indefensos

 

 

Filemón Gómez ¿existe?

A Gastón, mi hijo.

 

Hace tiempo que busco a Filemón Gómez. Creo que vengo buscándolo desde antes de saber cómo se llamaba. Más precisamente desde la época de mis primeras incursiones por la zona de los Llanos riojanos.

Debo aclarar sin embargo que la búsqueda comenzó a gobernar decisiones y propósitos recién a partir del día en que escuché por primera vez su nombre y palpé, al mismo tiempo, ese algo parecido a su presencia…

Fue así: después de una larga recorrida a caballo, nos habíamos detenido frente a un viejo rastrojo. Examinábamos la divisoria:

—A éste, de cerco medianero, sólo le queda el nombre.

—Sí. Tal como está, no ataja nada. Las ramitas que de vez en cuando le tiran encima apenas se notan.

Mis dos acompañantes habían dictaminado y ahora aguardaban mi parecer bajo el mismo techo de silencio y lejanías que nos detectaba como extraños, como imprevistos y, por eso mismo, nos achicaba en la inmensidad del agreste paisaje.

Miro el estado de abandono de la divisoria. Ciertamente da pena ver esas ramas ennegrecidas y exhaustas bajo el peso de los años. Y más pena aún, el contemplar de tanto en tanto, aquellos manojos de ramas verdes colocados cual ofrenda póstuma sobre un cuerpo desarticulado y muerto. Esos débiles intentos conservatorios del cerco, hablan de manos temblorosas, de una vida ya gastada, de cansancio y pesadumbres. Pero hablan también de una vocación de permanencia, de irrenuciabilidades, de incuestionable insistencia…

—Bueno. ¿Y a quién debo ver para que arreglemos esta medianera?

—Filemón Gómez se llama. Es muy andariego el hombre, y vive en Malanzán —, contesta uno.

—Trataré de hablar con él —digo. Y mi cansancio acorta las riendas impulsando movimientos en una clara invitación a emprender el regreso. Me vuelvo pensando en el nombre que encontré para el hombre que buscaba.

Polvo reseco. Nubecillas de tierra jugando a las escondidas entre las patas de los animales. Calor y viento seco. Desgano de la palabra. Soltura de la imaginación: un arroyo viniendo a nuestro encuentro. Sobre las piedras reales, el agua imaginaria corriendo y saltando. Ramas que saludan con demasiada confianza; algunas, palmoteando sin recato los guardamontes; otras, más atrevidas aún, estirando sus brazos hasta los brazos que sostienen las riendas. Siesta en los llanos riojanos. A pleno sol y sin el auxilio de una vasija para apagar la sed.

De vuelta a mi trabajo en la ciudad, sigo pensando en Filemón Gómez. Ya sentado frente al escritorio aparto papeles, busco una hoja en blanco y le escribo a su casa de Malanzán: “El próximo domingo iré a verlo para conversar sobre el terreno por el asunto de nuestras colindancias”. Y me quedo meditando. Viajo con la carta un largo rato antes de sumergirme en la monotonía de los días hábiles de la semana.

Llega por fin el domingo. Preparativos diligentes. Veloz viaje. Rápidas ensilladas. Y aquí estoy, todavía con el sol en ascenso, merodeando por la divisoria. El interés de entrevistarme con Filemón Gómez ha crecido. Y a esta altura ya no dudo que el tema de la medianera de nuestros campos es apenas un pretexto. Mi real propósito es conocer a este hombre, hablar con él… Intuyo respuestas para descifrar —aunque sólo yo me entienda— esa especie de presencia que percibo en el aire, en los pájaros, en los silencios de estas soledades.

El día avanza. El sol ya está sobre nuestras cabezas. De tanto en tanto miro a la lejanía improvisando viseras con las manos. Filemón Gómez no aparece. La espera resulta infructuosa. No queda otra alternativa que regresar. Propongo hacerlo por Atiles. Me atrae ese pueblo muerto, resucitando cada día, en el agüita que serpentea sus soledades, tomando de la mano a moradores de uno y de otro lado, para que no se vayan del todo.

Entramos en Atiles. Y no bien transpuesta la primera finquita, noticias de Filemón Gómez: “Sí, estuvo aquí. Dice que lo disculpen por no haberse llegado hasta el rastrojo…” El mensaje continúa, pero ya no presto atención a los detalles, y, olvidando que no conozco al hombre que busco, alzo el cuello disimuladamente, parándome en los estribos: patios humedecidos a la vista; en algunos, mujeres y niños —también con sus cuellos alzados— mirándonos con curiosidad; en otros, caballos a la espera de sus ensillados. En casi todos ellos, gallinas correteando por su cuenta, o por cuenta del fastidio puesto de pie para ahuyentarlas. Pero, de Filemón Gómez, nada. O, mejor dicho, nada de algo que lo supusiera.

— ¿Así que anda por Atiles?, ¿y en qué casa preguntamos por él?

—Bueno, en realidad estuvo de paso. Sólo entró para dejar el recado. En seguidita nomás se metió al monte a ver las trampas.

— ¿Las trampas?, ¿qué trampas?

—Y, las del león. Qué otras…

Filemón Gómez se esfumaba nuevamente. Los caballos huelleaban la senda del regreso y mi frustración se consolaba ensayando imágenes del hombre buscado: ¿cómo sería? Acaso no muy viejo. ¿O, tal vez, un viejo ágil como para andar detrás de los leones?.. Es posible que use vincha bajo el sombrero como sus antepasados. Seguramente, de pocas palabras y ademanes lentos. Sin duda su mirada transparente y su tez blanca, aunque muy curtida, corroborarían una vez más que la sangre española ha corrido casi incontaminada por las venas del tiempo de los Llanos riojanos (Atiles iba quedando atrás, solo, olvidándose a sí mismo…), quizás el plantón de su estampa, aunque sea contemplándola desde lejos (si, mejor desde lejos, con un recorte de paisaje y un poco de viento, y el ruido de ese viento estrellándose contra sus ropas), produzca una sensación más vívida de retornar en el tiempo, y reencontrarse con aquella existencia rural, antes de la tala de los bosques, de los hombres, y de las almas; antes de que desaparecieran los arreos para Chile entre gritos y risotadas de vidas satisfechas; antes del ferrocarril; antes del arrumbamiento de los telares; de la muerte de la artesanía y del color y de la risa; antes de este sol tan fuerte; de esta tierra tan reseca; de estos jarillales emperrados con el verde; de este cansancio de cabalgar monotonías, por estos senderos sin porvenir, tristes, moribundos…

Ladridos —recibiendo al grupo de hombres y bestias— anuncian el fin de la jornada y de un nuevo intento por encontrar a Filemón Gómez.

Cuando desensillamos, ya tenía tomada una decisión: ir directamente a su casa de Malanzán.

Así pues, el siguiente fin de semana desperté muy temprano en el campo. No esperé por caballos. La gente dormía aún. Subí al viejo Ford y enderecé en busca de la ruta a Malanzán. Estuve allí como a las nueve de la mañana. Sorteando las gambetas de sus calles de tierra, seguí por una no muy larga, siempre escoltado por una acequia exageradamente cantarina. Detrás de su iglesita, después de bajar y subir una profunda hondonada, encontré la casa de Filemón Gómez. Golpeé las manos. Parecía no haber nadie.

Golpeé otra vez y salió una niñita:

—Ya viene mi mamá —, dijo a modo de saludo. En efecto, una señora se hacía presente poco después. Avanzaba con ademanes de haber estado secándose las manos, o algo así. Saludé, y le anuncié a quién buscaba.

— ¡Ay!, no está —me dijo— hace un ratito se fue para la sierra a campear unos animales. Mi frustración se parecía a la pena, frente al nuevo desencuentro.

— ¿Regresará hoy?

—Sí. Pero, seguramente, muy a la entrada del sol.

—Volveré —, me escuché decirle (la obsesión, que se había instalado en lugar de la curiosidad primera, saltó con la respuesta). Dejé las cosas así. Me fui hasta Portezuelo, donde ocupé el tiempo con puros pretextos y por supuesto volví al anochecer.

La oscuridad derrochada casi con violencia hacia ambos lados del automóvil, y esas luces alzadas lejos, muy lejos —reproduciendo choques silentes contra curvas, hondonadas y laderas— me hacía sentir como desplegando un vuelo nocturno entre paredes abismales, lanzado hacia la perforación de un misterio (el recorrido de Portezuelo a Malanzán de noche, siempre me produce la misma sensación).

Llegué. Llamé (ahora sentía una especie de temor de encontrarlo). Esperé nuevamente… (En realidad, creo que estaba deseando no encontrarlo). La niñita primero (“todavía estoy a tiempo de irme”, pensé, pero no hice nada por moverme), la mujer de las manos a medio secar después. Y por fin, palabras para mi expectativa:

—Mire, ¿usted sabe? Vino. Pero como no pudo con un toro medio malo, lo dejó atado para poder bajar los otros. Y ahora se ha vuelto a guerrear con el remolón, porque tiene miedo que esta noche le corte el cabestro… Disculpe… ¿sabe?

Mientras escuchaba la explicación, había estado tenso, con evidente temor de enfrentarme a Filemón Gómez, de toparme con la realidad de su existencia, de poner fin a tantas imaginaciones por él convocadas.

Saludé apresuradamente, una suerte de conformismo comenzó a aflojar los músculos, a disminuir el ritmo de la respiración, a calmar la intensa agitación interior. Cuando llegué al automóvil, era una especie de alegría la que me embargaba. Sólo después, un buen rato después, y ya circulando sin tiempo entre los muros abismales, despuntó el asomo del entendimiento: hechura de nostálgicos ancestros, de trinos de pájaros libres, de tierrales cargados de historia, el Filemón Gómez que yo buscaba no podía ser hallado de otro modo. Existía, sí. Pero allá arriba, pastoreando los misteriosos silencios de esta zona rural. Allá, trajinando con su toro malo, cómplice de la vocación de eternidad que lo sostiene. Allá, en la figuración de su innecesario sombrero rozando el cielo ahora dormido. Allá. Solo. Con su inconsolable insistencia de seguir viviendo antes del ferrocarril, antes de la tala de los bosques; y de los hombres; y de las almas aquí en La Rioja.

 

Primer premio establecido por un jurado integrado por: Juan Bautista Zalazar, Hilda A. García y Federico Pais. CONCURSO PREMIO “PROVINCIA DE LA RIOJA” 1983, organizado por la Dirección General de Cultura de la Provincia.

 

 

Rodán es un perro

El oficial de policía detuvo la máquina de escribir. Ya en el papel constaban los datos de filiación, el domicilio actual y las diversas ocupaciones anteriores.

—Muy bien, mi amigo. ¡Explíquese usted!

—No será fácil. ¿Tendrá paciencia para escucharme?

—Ahora la tengo. Pero la perderé si usted demora la explicación

—Está bien. Cómo empezar…

En realidad fue por los chicos, ¿sabe? Mejor dicho, un poco para que ellos se entretuvieran y un poco porque sí, porque alguien dijo en el Banco donde yo trabajaba, que había un perro de una buena perra para dar…

Se llamaba Rodán. Yo elegí el nombre. Siempre me gustó elegir el nombre de los perros. Sólo después supe que tener un perro, era algo más que ponerle un nombre. Claro. Verá usted: “Satán”, “Falstaff”, “Tiburón”, “Nana” han sido más, mucho más que simples nombres en la relación que trabé con ellos. Pero eso fue después.

Rodán entró en nuestra casa, tibio y calladito. Temblaba constantemente y de tanto en tanto, gemía hociqueando las mangas de los pulóveres de lana que cambiaban de color y de textura, una y otra vez. Seguramente los intensos tironeos de los chicos le producían algún dolor, pero sobre todo, lo sumían en una gran turbación.

Rodán creció confundido, porque en aquel tiempo, nosotros, sus amos, teníamos confundido el sentido del amor por los perros. Nuestra superficialidad —más precisamente, mi burocrática superficialidad— nos impedía descifrar el significado de esa entrega total de los perros hacia los hombres, el porqué de esa obediencia ciega, la trascendencia de esa fidelidad inclaudicable, casi religiosa.

Rodán se comportó como un perro cabal, sublimando nuestras relaciones. Pero nosotros le fallamos como dioses de su creación. Muy pronto le quitamos el biberón y las caricias. Anticipadamente le retirarnos su cajoncito de dormir del rincón de la cocina, y lo mandamos, solitario y cabizbajo, al otro lado de la casa. Lo encerramos en una suerte de cochera que, por falta de coche, alguna vez fue depósito y también gallinero. Al verlo ya grande, nos pareció insuficiente su confinamiento, y decidimos atarlo. Rodán no entendía bien lo que pasaba; buscó nuestros ojos para mirarnos; lamió la mano que ajustara la correa y se echó. Sin embargo, no perdió la fe en nosotros, sus ídolos parlantes. Le bastaban las sobras de nuestra comida y de nuestros afectos para justificar su existencia: su vida de perro atado. Esta relación nos parecía muy lógica, muy normal; al igual que ahora les parecerá a esas otras gentes, cuyos derechos usted seguramente me dirá que está defendiendo, y que por ello me retiene aquí…

—Yo no dije nada de proteger a nadie. Yo le pedí una explicación. No la narración de estas historias que ya se están alargando demasiado.

—Está bien. Está bien. Déjeme decirle para que me entienda, que aquel Rodán manso y cariñoso de los primeros tiempos, empezó a cambiar…

Paulatinamente fue volviéndose inquieto. Poco a poco fue desplegando su fastidio (o tal vez deba decir mejor, su tristeza). En las noches se lo escuchaba gemir y aullar lastimosamente. A veces hasta el amanecer.

Con el correr de los días, los aullidos llegaron a ser estremecedores. Después comenzaron como a entrecortarse, dando paso a furiosos y desesperados sacudones, con jadeos parecidos a los de una pelea callejera. Forcejeos. Un cuadro de intensa inquietud… Hasta que una noche de verano, oscura y pegajosa, rompió sus cadenas y huyó.

Quien lo vio por última vez, fue el diariero: pasó a su lado —dijo— en ciega y loca carrera calle arriba.

Un halo de misterio comenzó a crecer en nuestras conjeturas. ¿Por qué? — nos preguntábamos—. ¿Cuál sería la razón de este violento desenlace?

—Escúcheme, oficial. ¡Escúcheme! No me mire así. Déjeme continuar…

La cosa es que recurrimos a los vecinos en procura de algún dato esclarecedor, pero nada obtuvimos. Más bien éstos aprovecharon la oportunidad para deslizar sus quejas por tantas noches de molestias y desvelos.

Sin otra alternativa y poniendo fin a una sucesión de mutuos reproches familiares, decidimos inspeccionar minuciosamente el lugar del encierro. Y fue entonces cuando se develó el enigma de la huida.

Los primeros testimonios de la desesperación estaban allí: profundos rastroneos sobre la tierra; rasguños en los ladrillos de la vieja pared, visibles mordeduras sobre el palo que había servido de amarra… Algo había. Intuíamos estar cerca de algo. Siguiendo este impulso dimos vuelta unas tablas, paramos un rollo de alambre y antes de que moviéramos el esqueleto de un viejo calefón, comenzaron a salir… Al principio sin llamar demasiado la atención, sólo aumentando nuestra corazonada de que estábamos próximos a una explicación. Después, por su cantidad, fueron motivo de alarma. No había dudas ya. La respuesta al drama de Rodán estaba ahí. Eran vinchucas. Decenas. Cientos de repugnantes vinchucas que habían elegido ese rincón de la casa para hacer su nido. Y amarrada a ese nido, había vivido su pobre víctima, transformada en festín para la gula de aquellos insaciables devoradores de corazones.

Paradójicamente, en el momento mismo de aquel horrible descubrimiento, Rodán dejó de ser el centro de nuestras preocupaciones. Los niños pasaron a ocupar su lugar. Había que someterlos a urgentes análisis. A ellos y también a las vinchucas, claro está. El espanto del Mal de Chagas se erguía amenazante. Afortunadamente, los estudios arrojaron resultados satisfactorios. Ninguno había contraído la enfermedad. Pero el alivio recién retornó cuando Rodán era ya un olvido en la familia.

—Bueno. Vamos un poco a lo nuestro, ¿quiere?..

—Allí voy. Allí voy. Ocurre que unos años más tarde, aquel injusto olvido de Rodán se hizo otra vez recuerdo. Fue cuando escuché otros lastimeros aullidos de perro atado. ¿Sabe usted? Eran aullidos en la noche, y tan fuertes y tan casi humanos, que por momentos se confundían con los aullidos casi animales de los hombres atados… Claro. Esto no se me olvida. ¡Cómo olvidarlo… si todavía me despiertan los alaridos en medio de la noche!.. Bueno, quiero decir que eso me hizo volver a pensar en Rodán con mucha fuerza, con algo parecido al remordimiento…

Y como decía, después de Rodán tuve otros perros. Perros que crié sin atar… porque aprendí que no se debe atar a los perros. Pero, ¡fíjese usted! Yo veo que otras personas no comprenden esto, no saben… y atan a sus perros, y yo pienso en aquellos aullidos del pasado y en estos vejámenes de siempre contra los perros… Entonces yo…

—Entonces qué. ¡Concrete par favor!

—Entonces yo… Por eso entré a la casa. A desatar al perro que ladraba y ladraba. Él parecía conocerme. ¿Se da cuenta? Cuando llegué a su lado agitaba la cola. Me lamió la mano. Todas las veces me pasa lo mismo: siempre terminan lamiéndome la mano; lo mismo que Rodán. Sólo que a Rodán nunca lo desaté… Y Rodán era un perro. Como Satán, Como Falstaff, como el Tibu, como la Nana. ¿Se da cuenta? Rodán era un perro y yo no supe darle la libertad. ¿Me comprende usted? Yo lo tuve preso. Yo… Por eso entré.

El oficial, que hacía rato había dejado de teclear la máquina, miraba y fumaba. Un súbito silencio comenzó a ganar la escena. El policía parecía dudar mientras fumaba pero en realidad sólo esperaba a terminar su cigarrillo. Cuando esto sucedió, estiró la mano hacia un cajón, extrajo una cartulina impresa —de esas que llaman carátula— puso un número, anotó el nombre del declarante y al llegar al casillero que decía “CAUSA”, sonrió satisfecho de su perspicacia policíaca para comprender la naturaleza humana y escribió: “Violación de domicilio impulsada por una rara manía hacia los perros”.

 

Cuento incluido en la ANTOLOGÍA DE ESCRITORES DEL NOA. Cátedra de Literatura Argentina del NOA, dirigida por Nilda Flawiá de Fernández de la Universidad Nacional de Tucumán, año 2001

 

 

El arreo

El trote lejano; los gritos e insultos se acercan. Los ladridos de los perros azuzados ensordecen. El chicotear sobre los lomos ya no es sólo un ademán a la distancia: ahora es también un restañar de carne golpeada, golpeando los oídos.

—Ahí traen el último retazo. El aparte lo harán los otros. Después…

Y ya llegan. Retoman el tranco. Jadeo. Violento aleteo en las fosas nasales. La estrecha puerta del corral impone una frenada llena de sobresaltos.

—Siga. Siga. Despacio. Despacio…

—Tranquila…

—Tranquila la tropa. Siga. Siga…

El corral está casi lleno. Postes y alambres han acortado aberturas en el recibimiento. De pronto el alambrado es un muro alto y frío. Embestirlo y cornearlo de nada sirve. Dar vueltas y vueltas, sorteando el obstáculo de los otros animales, tampoco sirve. Es inútil mugir. Inútil mirar por los ojos grandes de la sorpresa y el desconcierto. Los cuatro costados son iguales: firmes, seguros, sólidos. Fueron pensados para encerrar, para reducir movimientos, para estrechar contra sus límites todos los impulsos de la naturaleza, para desmentir el sentido de la creación. Para aplastar lo creado.

—A la madrugada cargamos. El resto del día y de la noche serán de ayuno….

El zumbido de los motores amanece al lado de los corrales. Las maniobras para atracar en el brete comienzan a levantar los pesados cuerpos cargados de cansancio. No todos han alcanzado a pararse cuando ya están adentro los gritos y los latigazos.

— ¡Suban! ¡Vamos! ¡Suban!

—Subí vos, qué te hacés el empacao—, vocifera el pesado cabo del rebenque sobre la cerviz del distraído.

—De dos en dos. Bien atados.

—Eso es. Así se ayunta.

—Con la cabeza gacha. ¡Más gacha! ¡Vamos! Ahora al trote. Suban. —Al trote. Al trote….

Ladridos de perros histéricos. Exhibición de colmillos, motores acelerados por un nerviosismo que quiere crecer. Gritos de nuevo. Ya sin articular palabras. Propiamente gritos pelados. Salvajes. Movimientos cada vez más bruscos y menos articulados. Una inquietud que sube por los aires para ser respirada compulsivamente y baja por los cuerpos para gotear en sudor frío y pegajoso.

El súbito empujón a la primera yunta ha sido dado. Y allá van. El fuerte arrastra al débil. Fuerte y débil sin embargo, suben la rampa igualmente a los tropezones y entran de bruces al recinto plano de la cabina. Ya están cargados. Pero tienen que entrar muchos.

—Muchos. ¿Oíste?

—Así que, a estrecharse.

— ¡Más juntos! ¡Vamos! ¡Más, más cerca!…

Pisotones. Alientos ajenos sobre las orejas propias; y las bocas propias hociqueando cabezas ajenas. Miedos y angustias que se amontonan, que se aprietan, que se van haciendo una sola gran desesperación….

Se inicia el zangoloteo y también comienzan a caer inesperados golpes sobre los cuerpos sin cabeza:

—Ninguna cabeza levantada. ¡Ninguna, he dicho!

—Dale a ése que se está moviendo. No, ¡al otro! Bueno… a cualquiera de ese lado.

Los equipos-jaulas avanzan. El tronar de los motores ha cedido espacio auditivo a una suerte de concierto de gomas cantarinas, templando la cuerda tensa del pavimento parejo y reluciente.

Salvo dos o tres caídos sobre el orín que el miedo aflojara a pesar del ayuno, el resto de cuerpos se ha acomodado, improvisando huecos en sus estructuras para dar cabida a otros cuerpos. ¡Por fin! Pezuñas pisando un pedazo propio y orificios nasales con un espacio hacia arriba para realimentarse ávidamente de algún residuo de aire. Pero, ¿por qué este impensado olvido de mugir en las bocas? ¿Y este otro extraño vacío en el estómago?

A la vera del camino, saludos de árboles que no se ven; amplia sonrisa de la verde campiña que no se ve; guardapolvos blancos sobre un sulky trotón que no se ve; más guardapolvos blancos ya cerca de la escuelita del pequeño pueblo que tampoco se ve; y automóviles que vienen y van, exhibiendo sus gráciles estructuras, captadas sólo por un especial esfuerzo de la imaginación…

El viaje no tiene distancia: ni es largo ni es corto. Tampoco tiempo, ¿habrán pasado dos horas? ¿O ya va para el medio día andando? El viaje es una cavilación retrospectiva. Anchas pasturas; todo el cielo para uno; todo el campo para trotar… El adormecimiento, qué dulce, qué dulce… y qué tibio. ¡Pero… ay! Este sacudón ¿Fue torpeza del chofer? ¿O fue una hábil maniobra para sortear la torpeza ajena? ¿O sólo un sobresalto de la locura que viaja, que no deja dormir?

Otra vez con los ojos abiertos y de nuevo el presente, despabilado, el destino final de la travesía: la feria. Sí. La feria y los ferieros esperan. Con sus corrales de aparte tan pequeños, tan incómodos… y sus largos corredores, sus tan estrechos pasillos… y sus troperos despiadados y taimados recibiendo a gritos y chicotazos. Empujando, empujando, ¡siempre empujando!

La marcha disminuye. Se acerca de nuevo esa misma inquietud del principio, se respira, se palpa, envuelve a todos y a cada uno.

Maniobras a muy reducida velocidad, pero cortantes, bruscas: Todos adelante; todos hacia atrás. A un costado. A otro. Se dobla. Se vuelve a doblar. El calor. ¿Por qué tanto calor?

Parados. ¡Por fin parados! Pero no hay tiempo ni para soltar el aliento. Las puertas acaban de ser abiertas por un vozarrón seco e inapelable:

— ¡Desatando y haciendo trotar de a uno! ¡Vamos! La carrera. El pasillo largo.

—Siga, siga…

Pero es sólo la carrera. No hay golpes. El gran corral. Se entra al gran corral. Los veterinarios están revisando. Todo es rápido, muy rápido: dar vuelta los cuerpos desnudos, inclinarlos, palparlos:

— ¡Mire éste qué charcón!

— ¿Y éste? Lo traen excedido de ayunos, ¿no le parece?

— ¿Anoto esto, doctor?

—No. ¡Déjelo! Eso se cura solo… y se borra. Es el mal de los arreos.

—Es verdad… Claro, claro…

A correr de nuevo.

—Siga, siga…

—Así nomás…

Solos. Con frío. El pasillo está helado y es interminable. Penumbra y humedad… El frío aumenta, las pezuñas resbalan en el piso mojado. Tambaleos, tambaleos… Pero no se puede parar. Las voces de atrás retumban adelante y vuelven sobrevolando las gachas cabezas:

—Más bajas, quebrando esos pescuezos sobre el pecho. ¡Trote!

—Vamos. Siga, siga…

Por fin aquí se dobla. Remolino de movimientos. Rumores confusos. Confusos… Ahora más claros. Son quejidos: sofocados, breves, incontenibles. Sí. Están pegando. ¡No puede ser! ¿Otra vez? Es como una fusta sin tralla. Puro mango. Pero un mango que se dobla al caer sobre los lomos, y, cuando restalla por encima de los cuartos delanteros y muy cerca de la cabeza, electriza, hace crujir los dientes. Las patadas: esas llegan por todos lados. Se están rifando patadas. Eso propiamente: se están rifando… Mejor no caerse porque la furia desatada está levantándolos a coces limpias. Y en el suelo, los ronquidos de pesadilla se inclinan malolientes y penetran y ensucian por dentro. Y, además las patadas no se detienen ante el caído, aunque siga caído, aunque quede caído. Ya el trote es en el segundo piso. Se abren y se cierran los corrales de aparte. Los bufidos de los arrieros aumentan. Es un frenesí.

Una estampida arrasando un caserío sin defensas… Pero… Atención. Ahora está cesando. El loco golpeteo de colgar y descolgar candados se ha parado.

Un breve silencio…

Y desde el fondo del pasillo llega nítido el destemplado alarido de una de las bestias que ha quedado afuera:

— ¡Pabellón diez de la unidad dos de La Plata! ¡Completo!

 

Primer Premio. “Concurso Literario AGON 1984”, premiado con publicación: El arreo y otros cuentos. Agon, Buenos Aires, 1985