Mercedes Olmedo

Olmedo Mercedes

Nació en Buenos Aires en 1930, pero se radicó en La Rioja en 1972, lugar en el que desarrolló toda su labor literaria.

Narradora por excelencia, también se dedicó a la poesía, a las obras de teatro, la literatura infantil y guiones de radio en la vieja emisora L.V. 14 Radio Joaquín V. González de esta ciudad.

Socia de SADE, y fundadora de los grupos literarios Calíope y Oquendo. Falleció el 27 de junio de 2009 Fue distinguida en casi todo el país, los siguientes son sólo algunos de sus Premios:

  • 1º PREMIO CUENTO tema El Cardón- Secretaría de Cultura de La Rioja
  • 1º PREMIO POESÍA tema El cardón- Secretaría de Cultura de la Rioja
  • 1º PREMIO CUENTO FUNDACIÓN GIVRÉ BUENOS AIRES
  • 1º PREMIO PERIODÍSTICO FUNDACIÓN GIVRÉ BUENOS AIRES
  • 1º PREMIO MONÓLOGO- Secretaría de Cultura de La Rioja
  • 2º PREMIO OBRAS DE TEATRO- Secretaría de Cultura de La Rioja
  • 1º PREMIO CUENTO-Tema el Quijote. Feria del libro La Rioja
  • 1º PREMIO CUENTO- tema La memoria- Secretaría de Cultura de La Rioja
  • 1º PREMIO CUENTO- El ángel de octubre-Feria del Libro La Rioja
  • 1º PREMIO CUENTO “CASCARITAS” PAMI LA RIOJA
  • 1º PREMIO CUENTO “CASCARITAS” PAMI NACIÓN
  • 3 º PREMIO CUENTOS DEL PARANÁ- Arroyo Seco
  • 1º PREMIO POESÍA MI PADRE- JUEGOS FLORALES LA RIOJA
  • 1º PREMIO CHAYA INÉDITA-FIESTA DE LA CHAYA
  • 1º PREMIO CUENTO- GRUPO ICTHIOS. MENDOZA
  • 1º PREMIO CUENTO “LA CELEBRACIÓN” FERIA DEL LIBRO LA RIOJA
  • 1º PREMIO CUENTO CONCURSO ESTRELLITA DE NAVIDAD
  • 1º PREMIO CUENTO CONCURSO ESTRELLITA DE NAVIDAD
  • 1º PREMIO POESÍA TEMA “EVA PERÓN” SECRETARÍA DE CULTURA DE LA RIOJA
  • 1º PREMIO CONCURSO DE OBRAS DE TEATRO PARA NIÑOS BIBLIOTECA MARCELINO REYES
  • 2º PREMIO CONCURSO DE OBRAS DE TEATRO PARA NIÑOS BIBLIOTECA MARCELINO REYES
  • 1º PREMIO CONCURSO DE OBRAS DE TEATRO PARA NIÑOS BIBLIOTECA MARCELINO REYES

 

TEXTOS PUBLICADOS

Cascaritas (basada en una historia real)

Tenía diez años apenas y no recuerdo si estaba sentada en un banco de tercer o cuarto grado, pero sí recuerdo aquella maestra que yo amaba y admiraba; como recuerdo que éramos cuatro hermanos, todos más pequeños que yo, y mi alma recuerda aún hoy, el rostro de mamá, su vestido oliendo a jazmines y sus manos, siempre inquietas.

A la escuela asistía por la tarde y eso me provocaba un sueño espantoso, tanto como sed, ganas de ir al baño, mientras mi pobre cabeza se atosigaba con las tablas y los dictados y así nunca sabía si ojos se escribía con hache y hojas sin ella.

Yo tenía conciencia que pertenecía a los llamados “pobres”, demasiado pobres, así lo decía la matrícula gratis, el jamás poder comprar una estampilla de ahorro, esas que los otros chicos pegaban a diario en una libreta y guardaban celosamente, y las zapatillas con tiritas que se gastaban demasiado pronto.

Yo sentía embeleso mirando a mi maestra. Jamás escuchaba sus lecciones, absorta en el crujir de su guardapolvo almidonado, en sus zapatos de charol, en sus manos blancas de uñas rojas y brillantes, mientras caminaba por el estrecho pasillo del aula con el lápiz rojo y azul, dictando y haciendo tintinear sus pulseras.

Los días de lluvia, para mí tenían un encanto casi mágico. Sabía que mamá me esperaba en la puerta del colegio, con el paraguas enorme y negro como un cuervo, donde cobijaba a mi hermanito pequeño, y, apretados los tres, regresábamos a casa y nos tomábamos la taza grande de cascarilla con leche y pan con manteca.

Las calles casi desiertas, solo con gente apurada, y el cielo plomizo, mostraban la orfandad de las veredas, nadie jugaba al “pisa pizuela” ni a la “farolera”, todo era igual a espejos trisados, aquí y allá, donde se miraban las hojas por última vez.

Mamá, después de cortar las rebanadas de pan, volvía a la máquina de coser. Su traqueteo armonioso, opacaba nuestras peleas y discusiones por un lápiz o una figurita.

Al llegar la noche, los pasos de papá le devolvían toda la paz a mi universo. Era policía y sentía terror que alguna vez no regresara, atacado por ladrones o asesinos que mi hueca cabeza almacenaba en historias tan trágicas como fantasiosas.

Ese era mi maravilloso mundo, que yo amaba, sufriendo y gozando dentro de él.

Una tarde, la señorita me dijo que deseaba hablar con mi mamá. En vano hurgué y pensé en algo que habría hecho mal. Las niñas de entonces, admirábamos a nuestros maestros, y también los respetábamos, y a veces, les temíamos. Todo tenía un halo de santuario y de místico, por eso, a la señorita directora, la veíamos como a una reina en su trono, y a nuestra maestra, la más bella e inalcanzable princesa, y aquella otra que atronaba los patios con el piano tocando el himno a Sarmiento era, por una breve hora, quién nos transportaba a la fantasía de la música o nos hartaba intentando convertirnos en tenores o sopranos.

Llena de miedos ví a mamá conversar con mi señorita. Ella movía los brazos y sonreía, mamá, escuchaba con atención. Mi corazón se quedó quieto cuando ambas se abrazaron y se besaron. Esa tarde, en casa, despacito, con mucha dulzura, mamá me dijo que, la señorita, que era muy buena y comprensiva y me quería más que a ninguna otra niña, me llevaría a su casa para tenerme con ella. Me compraría zapatos y vestidos, me enseñaría a mi sola y aprendería más pronto. Yo tendría una piecita para dormir y guardar mis cosas, con una cama grande y todos los domingos volvería a casa y me quedaría todo el día, hasta la noche.

-Es por el bien de todos- decía mamá, con los ojos llenos de brillo, que la hacían parpadear.

-Vos tenés que portarte bien y ayudarle en algunas cositas, como hacer los mandados, pasar el plumero y secar los platos.

No pude decir una sola palabra, porque mi mamá me apretó fuerte contra su pecho mientras decía frases que yo no entendía. Me dolía la garganta y el corazón me latía con fuerza. A la hora de dormir, pegada al cuerpo pequeño de mi hermanita, todo daba vueltas en mi cabeza… vestidos, zapatos… una cama grande para mí sola, aprender… pero no sabía por qué me seguía doliendo la garganta y tenía ganas de llorar.

 

Todo ocurrió demasiado rápido. Fui al colegio como todas las tardes y a la hora de la salida el cielo tenía manchas grises, como enormes osos de terciopelo. Una llovizna suavecita mojaba las veredas y el agua corría como ríos chiquitos por las ramas y los troncos de los árboles casi desnudos.

Los chicos gritaban y se empujaban, cuando ví a mamá bajo el paraguas negro y ví a mi hermanito y ví el paquete de papel madera. Me dio un beso y otro, y otro más y ahí nos quedamos. Mi maestra salió y simplemente me dijo:

-¿Vamos?, dale un beso a tu mamá.

Aturdida, me colgué del brazo de mi madre. La señorita, con una sonrisa grande y mucha fuerza en su mano me arrancó de allí.

Con el paquete a cuestas y mi carterita de hule, caminé junto a mi maestra. Ella abrió un paraguas de seda azul y yo sentía en la cara el agua demasiado fría que se mezclaba con un salado tibio. Subimos al tranvía, pase la mano por el vidrio empañado de la ventanilla y ví a mamá, debajo del enorme paraguas, sorteando los charquitos de la vereda.

Otra vez el dolor en la garganta, como si un gigante caramelo estuviera allí, no podía tragar, no podía hablar. Ella tampoco hablaba. Sentadas las dos en el banco de madera dura, sacudidas por el vaivén del tranvía, que ronroneaba las vías chirriando, miraba sin ver los árboles desvestidos, las vidrieras con pequeñas lucecitas encendidas. La lluvia me pareció una enorme cortina con hilitos de plata.

El viaje fue demasiado cortito. En poco tiempo entramos a la casa. Era tan espaciosa y bella… llena de cuadros y cortinados! Absorta mié a una mujer de mármol que sostenía una lámpara y mis ojos se dilataron cuando descubrí el piano más lindo que se pueda imaginar. Recordé el del colegio, pequeño, deslucido, casi como un viejo sin dientes, cubierto con un mantón de flores de seda, despedía un aroma de maderas quizá de lejanos países.

La maestra me sacó de aquel encantamiento y cuando pude cerrar la boca, estaba atravesando una galería semejante a un bosque pequeño, llena de helechos y enredaderas. El piso brillaba como un lago y más allá, la lluvia golpeaba sobre el techo de zinc. Conocí a la madre de mi maestra. Ella era como la casa, antigua y fría. Apoyada en un bastón, me miro de arriba a abajo. Miré sus pendientes que se movían en sus orejas, casi tocando las puntillas del cuello, que parecía ahorcarla.

Una cocina negra, con bronces del color del sol, despedía chispas desde la hornalla, y la pava parecía una galliza barata que echaba humo desde la cresta.

En un segundo descubrí todo aquello. La mesa demasiado grande, estaba cubierta con un mantel de hule salpicado de uvas. Tragué saliva y sentí enormes deseos de comerlas, pero la voz de la señora me asustó.

-¿Cómo te llamas?

-…Isabelita- dije tartamudeando -pero me dicen Icha.

Creyendo que había dicho algo muy importante, sonreí y quise explicar que lo de Icha era por mi hermanito que no sabía hablar bien y…

-Está bien- dijo ella cortante.

-Subí esa escalerita que está en el patio. Allá arriba está tu cuarto, no toques ni rompas nada.

Crucé el patio. Una luz amarillenta iluminaba los helechos y las enredaderas, y uno a uno pisé los escalones de hierro que brillaban mojados por la lluvia.

La señorita llegó tras mío. Abrió la puerta y encendió la luz. Hacía frío y el olor a humedad me dio en la cara. En el rincón estaba la cama, demasiado alta y grande, con respaldo de bronce, y sobre él, un cuadro del Sagrado Corazón. Un ropero alto y oscuro se apoyaba contra la pared y la luna ovalada me mostraba a mí misma tan pequeña como un escarabajo. Eso era todo. La ventana casi tocando el techo, no tenía postigos, y las ramas de la Santa Rita se apretaban contra los vidrios como muertas de frío y queriendo entrar.

Otra vez la voz de la maestra me sacó de mis fantasías y temores.

-Acomodá tus cositas, después apagá la luz y bajá- dijo saliendo.

El paquete que había hecho mamá, daba vueltas en mis manos, no quería deshacerlo, era como hacerle daño a ella, era todo lo que tenía, eso y la carterita de hule marrón donde llevaba mis útiles. Sentada al borde de la cama, comencé a llorar. Un intenso dolor me sacudía y tuve deseos de salir corriendo. Pero era de noche y ni siquiera sabía dónde estaba. Me convertí en un ovillito y cerré los ojos. El trac trac de la máquina de coser de mamá se mezclaba con el canto de la lluvia allá afuera. No le había dado un beso a papá, que a esa hora ya estaría en casa, sano y salvo; no le había dicho adiós a mis hermanos; el aroma de sopa de sémola me llegaba nítido, tanto como la voz de mamá y sus manos enfriándola. Todo lo que amaba, estaba lejos, como a través de mares y montañas, de caminos interminables y bosques de los que nunca podría salir.

Al día siguiente comencé mis quehaceres.

Lavar la vereda, hacer los mandados, plumerear puertas y ventanas y limpiar con mucho cuidado los adornos. Después, baldear el patio, regar las plantas, limpiar el gallinero y dar de comer a las gallinas que cloqueaban en un enorme espacio que había en los fondos.

Pelaba papas, cebaba mate y lustraba bronces de la cocina económica y secaba los platos después de lavarlos, y ordenaba las alacenas trepada en un banquito.

A la señorita la veía muy poco.

Se había olvidado de enseñarme, como le había dicho a mi mamá.

Mil veces leía y releía el dictado donde decía:

…hoy 21 de junio comienza el invierno…

 

A los quince días, me llamó para decirme las palabras más bellas que pudiera escuchar.

-Mañana es domingo… vas a ir a tu casa.

Papá me vino a buscar. Verlo y abrazarlo, viajar en tranvía a su lado, orgullosa de su uniforme y sus polainas brillantes como las estrellas, fue todo una sola cosa.

Qué pequeña me pareció la casa entonces! Pero qué hermosa! Los ojos de mi mamá, el olor de los jazmines, los colores y las formas, nuestra mesa y la risa de mis hermanos, mirándome como a una heroína, mientras me escuchaban contar montones de inventos y mentiras.

Ellos no tenían demasiado para decirme, solamente que el día de San Juan, la calle se había iluminado con la fogata y los chicos del barrio bailaron y cantaron alrededor del fuego, asaron batatas y castañas hasta que la última brasa se apagó.

Entonces recordé que ni siquiera se me había pasado por la cabeza esa noche fantástica que esperábamos cada año desde que comenzaba el invierno, juntando cada uno muebles viejos, maderas, papeles, y el 24 de junio lo amontonábamos en la esquina y encendíamos la hoguera tan alta, que las chispas casi casi llegaban al cielo.

 

A la siesta, mamá hizo una torta. Batió huevos, mezcló, echó azúcar… llegado el momento de limpiar todo, yo recogí las cascaritas y las envolví en papel de diario. Mamá las había tocado con sus manos, era un poco como irme con ellas.

La hora de partir se acercaba. Entonces le dije a mamá que no deseaba volver con la señorita, que ahí estaba bien, que había mentido y que salvo el piano y el cuadro del Sagrado Corazón, que eran hermosos, lo demás era horrible, feo, como la casa y el rostro de la señorita del bastón.

-Por cortesía y agradecimiento a la señorita, te quedarás unos días más, y yo te voy a ir a buscar, vamos a pensar algo, para no quedar mal con esas personas.

A duras penas subí al tranvía, y tragándome las lágrimas, entré en aquella casa que ahora odiaba Papá, al darme un beso, me dijo muy despacito:

-Unos días Icha, solo unos días…

Subí a mi pieza y guardé las cascaritas detrás del cuadro del Sagrado Corazón. No sé porqué hice aquello, quizá Jesús quiso que así lo hiciera.

Muchas veces, de rodillas sobre la cama, conversaba con El y de mil maneras le suplicaba que me ayudara a volver a mi casa. Yo siempre me había portado bien y ayudaba a mamá, y quería con todo mi amor a mis hermanitos. Estudiaba el catecismo y soñaba con tomar la primera comunión con el hábito de Santa Teresita, y ser bella y santa como ella…

Mil veces le pregunté a Jesús porqué me había prestado a la señorita mi mamá, si yo le era tan necesaria en casa, si ni siquiera tenía tiempo para jugar porque había que cuidar a mi pequeño hermanito y hacer los mandados, y además, esperar a papá y llorar cuando mamá lloraba o reírme cuando ella reía…

¿Cómo haría ella ahora cuando no tenía que llevar vestidos que cosía a la tienda del centro? ¿Quién esperaría ahora con santa paciencia que hierva la leche, o correría a la azotea por la tarde antes que se hiciera oscuro para descolgar la ropa?

Y lo más importante… ¿Quién me ataría el moño de organdí en el pelo, los domingos por la mañana?

Jesús, a lo mejor, no me comprendía mucho, o quizá se cansaba de escucharme decir siempre lo mismo, pero yo insistía.

Esa noche lo besé con devoción, acomodé el cuadro y me dormí.

 

El lunes por la mañana, Salí para hacer las compras. Me gustaba caminar por la avenida con el monedero de cuero que me daba la señorita, y elegir la fruta y las papas y el pan más blanco. Me sentía importante. A veces, me detenía a mirar el tranvía que yendo y viniendo yo sabía que pasaba por la esquina de mi casa y sin que nadie se diera cuenta, lo envolvía con besos y mensajes imaginarios.

Cuando regresé con la bolsa y entré a la cocina, diciendo que el pan no estaba crocante y las papas habían aumentado, sentí como astillitas de hielo que le llegaban al cuerpo. Apoyada en el bastón, rígida como una estatua, mirándome con asco, como si fuera basura, la señora dijo:

-Ladrona! Sos una ladrona! Si querías comer huevos, bastaba con que los pidieras!

La mujer hablaba a borbotones –desgraciada, policía, robar…- las palabras salían de su boca y golpeaban mi cara encendida como una brasa.

-Ahora mismo te mandás a mudar… no te quiero ver más aquí!

La maestra, detenida en el vano de la puerta, era un ser extraño al que yo jamás había visto. Su cabeza cubierta por montones de tiritas de trapo que le ataban el pelo como paquetitos, con un camisón que le llegaba al piso, la boca despintada, como muerta, me miraba a través de unos ojos de muñeca, vidriosos y fríos…

-Buscá tus cosas y te vas a tu casa- dijo muy suavemente.

Entonces fue cuando ví, sobre las uvas del mantel de hule, el envoltorio de papel de diario y las cascaritas que yacían como únicos testigos, pero estaban muertas. Lo tomé temblando y subí al altillo.

Los helechos y las enredaderas y el sol eran una bola verde y amarilla que daba vueltas ante mis ojos. Las piernas me pesaban y creí que iba a morir.

De rodillas, sobre la cama, toqué el rostro de Jesús, acomodé el cuadro y estuve unos minutos agachada, llena de vergüenza.

Mis diez años me pesaban en el corazón. Jesús sabía. El y yo sabíamos que no había robado huevos. El y yo sabíamos que mi mamá las había tocado y yo solo quería llevar a mi cárcel un pedacito de mi mundo de chica demasiado pobre.

Me ví reflejada en la luna redonda del espejo. Ella me devolvía un cuerpo pequeño, gris. Envolví mis cosas. Lo mismo que había llevado: dos enagüitas, dos bombachas, las medias dobladas ya zurcidas y el vestido de lana verde con botones blancos, mi delantal y lo que tenía puesto. Los vestidos y los zapatos con que había soñado, se quedaban allí, encerrados tras la luna redonda, sin formas ni colores.

Salí a la calle. Sentí dentro de mi corazón, a pesar de todo lo que había ocurrido, una extraña sensación de alegría y alivio.

La mañana era tan clara, tan brillante, y las caras de las mujeres que no me prestaban atención, barriendo o haciendo compras, me parecieron hermosas, llenas de una extraña dulzura.

El paquete marrón y mi carterita de hule y los deseos de llegar a mi casa, era todo lo más amado. No tenía una sola moneda, pero sabía que el tranvía que iba derechito… derechito, era el camino que debía seguir, para llegar a la esquina del bazar, desde donde se veía el jardincito con sus jazmineros, y la puerta pintada de verde de mi casa.

Saltando de dos en dos las baldosas de las veredas, deteniéndome a tomar un poco de aire, cosquilleándome la barriga porque tenía hambre, pensé que a esa hora, la ollita del puchero estaría bufando y el sol, sobre el patio con macetas, poniendo espigas sobre las cabezas de mis hermanos. Ante cada pensamiento, el corazón daba brincos.

¿Qué diría mi mamá al verme?

Cuando entré, me miró llena de asombro. Corrí y me apreté contra su delantal húmedo de tanto lavar.

-¿Qué hiciste? ¿Cómo estás aquí?

Me apreté con más fuerza y las cascaritas crujieron. Mamá, echándome hacia atrás, me miró fijo, casi a punto de enojarse y como entre algodones, lejos… muy lejos, la escuché decir:

-Esta tarde vamos a ir al colegio a ver a la señorita… te dije que bastara con que te portaras bien y fueras obediente y cariñosa, mirá que te lo dije…

El cielo, comenzó a llenarse de ositos de terciopelo gris que querían tapar el sol.

 

1º premio concurso Organizado por PAMI a nivel provincial y 1º premio PAMI nivel nacional

 

 

La celebración

La casa de la Elisa, casi pegada al cerro, es, a esa hora de la tarde, como una mancha gris, entre el verde y el cielo con irisados, lilas y rosados.

Un bálsamo de quietudes y pájaros disputando espacios, son la cotidiana rutina del lugar.

Lucho va y viene, acarreando la leña para encender el fuego. Cuando lo consigue, y la espesa humareda da paso a las llamas amarillas, echa los ramitos de ruda y se detiene a mirar las formas del humo que abrazan el espacio. Se santigua y se sienta sobre un tronco, pensativo, agobiado.

Las mujeres, dentro de la casa, trajinan con ollas mientras los perros, expectantes, giran sus ojos, que van y vienen esperando un descuido.

Ya han lavado las sábanas y cobertores, que doblados y oliendo a sol, esperan sobre el sillón de mimbre.

Quince días atrás, el Lucho a caleado toditas las paredes de adobe y el patio luce barrido y sin yuyos.

Desde hace un tiempo, cada atardecer, el movimiento de la casa recomienza y se repite, como si en esas horas fuera a suceder algo distinto.

Como si todos esperaran el gran acontecimiento.

Alguna que otra vieja del lugar, se acerca y conversa con las muchachas, espía tras la cortina de cretona a la Elisa y se aleja con ojos de carnero degollado, haciéndose la cruz.

En la pieza, la pobre Elisa, como una cosa inútil, pasa sus días en cama, entre los barrotes lustrados y los flecos de la colcha, intentando vanamente adivinar que pasa allá afuera.

Ni siquiera recuerda el tiempo que hace que dejó de refunfuñar y andar por el patio, regar sus plantas y juntar los huevos, y retar a las chinitas, los sábados, cuando la música que trae el viento las alborota y se las lleva hasta el alba.

Pero lo que más rabia le da, son esas mujeres desgraciadas que tanto decían tenerle “fe”, que ahora ni aparecen, como si ninguna hubiera perdido a su hombre, o su virtud, y los males de amor y de la sesera se hubieran acabado para siempre.

Lo único que le hace dar gracia al cielo y a la Virgencita, es que lo tiene al Lucho, se repite una y otra vez, maldiciendo el momento en que se vino debajo de la escalera, por querer arrancar los últimos higos, y la pierna se le partió en pedazos, con toditos los huesos saliendo por el aire.

Entonces fue la Jovina que cayó como por arte de magia y con sus manos diligentes y haciéndola bramar como chivo, le acomodó la osamenta para que “se pegaran”, a su decir, la untó con pomadas y la envolvió con trapos hasta la verija.

Ahí está ahora, a los cuarenta años, lisiada, con esa pierna oscura e hinchada como un chancho, mirando ese ir y venir de las chinitas y presintiendo que algo raro está pasando en su casa.

Lo adivina en los ojos de la María cuando le trae la sopa, aguachentada y desabrida, que a ella se le antoja gusto a “trapo estrujado”, y en lo cariñosas y guapas que se han vuelto la Juana y la Elba, por ese afán de lavar y planchar las sábanas todos los días, y sobre todo en barrer, y en esas paredes blancas como difunto, y en las vistas de la comadre, que aparece como por casualidad, y ahí se la pasan en la cocina, murmurando y chupando la bombilla.

Pero más que nada la asusta en Lucho, que ha dejado la gomera y las jaulas, y come calladito, y se pasa las horas echado a los pies de la cama mirándola como queriendo decirle el más grande de los secretos, y cuando se anima, la abraza con fuerza y pasa su mano torpe por sus cabellos. Entonces la Elisa siente su corazón que le late con fuerza, y a veces también sobre su cara se deslizan las lagrimas saladas… inexplicables, del único “hombre de la casa”.

Todas esas cosas la ponen mal. Y más segura esta de que algo pasa.

 

Ya no queda en esa pieza donde está confinada, nada más que explorar, nada más que explorar. Entrecierra los ojos para abrirlos de golpe, y la cara del marido, finado hace ya diez años, la mira burlona, y ella lo ve ahí, día y noche, acogotado por el cuello duro, con los bigotes rígidos y esos colores chillones, que le inflan los pómulos que de rosado han pasado al amarillo huevo. El marco del retrato, cuajado de rosetas de yeso, es el laberinto tortuoso por donde las moscas van y vienen atraídas por el colorido de las viejas rosas petrificadas.

El hombre la espía desde atrás del vidrio turbio y ella piensa que nunca lo sacó de ese lugar por respeto a los hijos, y por seguir los consejos de la Jovina, que le aseguró que era mejor verlo ahí y no que apareciera alguna noche con intenciones de meterse en su cama.

La Elisa sabe de memoria cuántos troncos sostienen el techo, e imagina paisajes y animales en las grupas y arrugas de las paredes caleadas, y se detiene en el manto de la Virgen que nadie se ha ocupado de lavar y planchar. Qué no daría ella por levantarse y sacudir el polvo gris que se esconde en los pliegues del manto, y juntar flores y limpiar el cebo de las velas y arrodillarse y pedirle que le sane la pierna!

 

A veces, mirando el rinconcito de su Virgen, sonríe y recuerda al Lucho, demasiado chico y curioso, espiando por las hendijas de la puerta para ver la desnudez de la imagen, cuando ella, después de persignarse diez veces y rezando el Ave María, quitaba sus vestidos para lavarlos. Todo lo hacía de rodillas y envolvía el rosado cuerpo de terracota, con una blanca sábana.

Todos los pensamientos se alejan con el sopor que la envuelve, mientras afuera, ella sabe que el sol cae sobre los paraísos, y desde más allá, las gallinas cloquean y los pájaros cruzan el cielo en fugaz algarabía.

Cuando se anima, levanta las sábanas y trata de mirar su pierna. Entonces, el miedo la sacude. Una bola deforme y oscura yace sobre su cama. A veces, cree que su corazón ha descendido hasta allá abajo porque está segura que los latidos que la martirizan, viene de allí.

Ya ni los menjunjes de la Jovina, cada vez que la luna se vuelve flaca como tísica, a decir de sus conocimientos, surten efecto, y eso que lo hace a escondidas del doctorcito ese que ha venido dos veces y que les ha ordenado llevarla al hospital, y si no, se lava las manos, y si no, las pobres chinitas serán “responsables” y hasta les ha dicho ignorantes y hasta ha dicho que de ahí en más, a lo mejor tienen que dejarla con una sola pierna…

 

Es sábado, y la Elisa escucha la música que de a ratos trae el viento. Sin dudas las estrellas ya están colgando sobre el cerro.

-Debo estar loca- piensa.

Gruesas lágrimas corren por su cara emblanquecida de tanto encierro, que no daría ella ahora, por tener que retar a sus hijas como otras tantas veces, para que vuelvan temprano y no la dejen sola su alma con el Lucho!

Ahora sabe que están en la cocina, calentando la sopa, olvidadas del baile y la pintura de los labios, sordas a la música que trae el viento y a los silbidos del Juan esperándolas.

Antes de dormirse, el tintineo de las cucharas le dice que todo es así como ella piensa.

La despierta el canto de los gallos. La luz quiere colarse por la pequeña ventana; es temprano, ella lo sabe, como sabe que lejos de allí la gente del pueblo va entrando paso a paso a la iglesia, como todos los domingos. De tanto en tanto, una campana llama. Ella también quiere llamar pero no puede. Un eco de voces extrañas viene desde la galería. La luz se niega a entrar y todo está gris. Como entre sueños se siente levantada en vilo, siente que la tocan, la tapan, el gris no la deja ver y la voz se le muere en la garganta. Sabe que ya no está en su cama, no están los horcones, ni la Virgen, ni el retrato…

Ha soñado sin duda, pero ha comprendido, ahora la van a curar. Sin embargo, daría cualquier cosa por saber qué sucede en su casa. Presiente, y su corazón le dice, que algo están por celebrar y quieren que ella esté bien…

En esa sala blanca y con olor a remedio, entre extraños, tiene tiempo para pensar. Ve el patio lleno de luz y a la Elba vestida de blanco, seguro que es la Elba, siempre le dio dolores de cabeza, sí, vestida de blanco, tapando su “falta”, acollarada al Juan, que la acosa con malas intenciones desde que eran chicos. Su corazón no la engañó jamás y ahora se dá cuenta de muchas cosas. Una rabia enorme la acogota más que ese nudo que no la dejaba respirar, ni hablar, ni siquiera llorar.

Pero ella está segura de una cosa. La celebración será allá, en su casa, con sus plantas y el farol y los nardos perfumándolo todo. Lo sabe, porque creyendo que ella dormía, unos días antes que la llevaron allí donde la tienen de puro metidos nomás, y la expulgan y la miran como a un bicho raro y la pinchan y está toda llena de tubos y porquerías inútiles, la Elba le midió el cogote, llorando, a lo mejor de arrepentimiento, y habló de puntillas y hasta de seda. Lo sabe porque escuchó la voz del cura murmurando cosas raras y hasta habló de lo rápido que pasa el tiempo. La Elisa no puede olvidar ese día que el cura le tomó las manos y le dio un rosario y penitencias, queriendo meterse en su vida y hasta le perdonó cosas, como si ella tuviera la culpa de que la Elba le haya salido torcida. Bien que se acordó de cuando era chica y los domingos iba a la parroquia nada más que para tomar el chocolate y comer tortitas de anís, aunque tuviera que confesarse.

 

Ella está segura de todo lo que piensa en esa cama blanca y fría del hospital, para saber las cosas, para conocer el bien y el mal, no necesitó ir a la escuela, ni leer grandes libros…

Sumida en sus pensamientos, vé con alegría que sus hijas se acercan a la cama. El pelo de María, muy cerca de su cara, la roza suavemente. Una nebulosa gris que no la abandona, le impide ver los detalles y la voz no tiene fuerzas para preguntar por Lucho.

-Vamos a casa mamá- susurra la muchacha. El corazón de Elisa quiere detenerse pero continúa.

Un ramalaje de fuerzas y alegrías quieren adentrarse en su cuerpo, pero todo es inútil.

Otra vez siente el manipuleo, un último y despiadado pinchazo, el frío en la espalda, y siente el sol dándole en la cara por breves instantes, pero el gris que ven sus ojos demasiado hinchados, no la deja un solo momento.

Todo es como un sueño. A través de una pequeña ventanita de cristal, ve pasar un paisaje de álamos y ráfagas de viento presumiblemente azul, no necesitaba que le devuelvan los colores que ahora le niegan. Conoce de memoria el paisaje.

Los cerros morunos, hacia donde camina el sol cada atardecer, más allá sabe de las pequeñas cruces blancas brotando de la diminuta ciudadela rodeada de acacias y llorar de pájaros, el caserío, todo parejito, siempre silencioso, y ese camino blando, polvoriento…

Otra vez está bajo los troncos del paraíso, otra vez el finado la mira desde el retrato. La Virgen tiene el rostro brillante y parece parpadear cuando la vela tiembla. No sabe porqué se siente bien, en su cama, entre los barrotes de bronce y los flecos de la colcha con olor a sol y a la lejía. Quiere rezar, para agradecerle a Dios y pedirle que le arranque ese gris de los ojos; la pierna ya no le duele. Es como si no la tuviera. Sólo siente frío, ese frío que se le ha metido en los huesos y en el alma.

Cuando anochece, el viento trae hasta Elisa esa música lejana que se mezcla con las voces extrañas que han estado ahí todo el día. La monotonía del… “Dios te salve…” le llega desde la galería y se hace una sola con las manos del cura, con la voz del cura y los ojos del Lucho, que por estar ahí, seguro no ha encendido el fuego allá afuera.

Quiere alcanzar la carita morena del muchachito, apagar ese sacudimiento de su cuerpo, acallar sus sollozos, besar las mejillas envejecidas de sus hijas, arrancar las manos intrusas del doctorcito posesionadas en su carne y sus sentimientos, y todo comienza a girar, suave, interminable.

Elisa se balancea, la pequeña cárcel donde estuvo confinada es un remolino, y la arrastra, nada la detiene, ni el alarido del lucho llamándola, ni las manos de sus hijas, nada…

 

Una paz inmensa, blanda, se adueña de la mujer. El rostro de Lucho y la figura parpadeante de la Virgen, se quedan en sus retinas, fijas, imborrables…

Vestida de sedas y puntillas, la Elisa se desliza hasta el patio, los mirlos, a pesar de que es noche cerrada, cantan para ella. Ve guirnaldas y faroles y desde lejos llega la música. Tenía razón, la celebración sería en su casa. A pesar de todo, siente tristeza.

Las muchachas se han empecinado en vestirse de negro y Lucho no ha encendido el fuego.

 

1º Premio Feria del libro La Rioja, 2006

 

 

 

 

Benicio

En algún lugar sin nombre… o sí… de nuestra tierra… sucedió la historia y seguirá sucediendo…

 

Por las tardes, cuando el sol dejaba paso a las sombras, se sentaba en la soledad de ese patio a rumiar sus pensamientos. Estaba seguro de que jamás dejaría de ser el Benicio chiflado y soñador. De seguir así, nada cambiaría sus días y su rutinaria existencia.

Era entonces, cuando la claridad amarillenta allá en el horizonte, donde se unen o quizás se separan, el día y la noche, le indicaban que la ciudad latía… Y que Juan estaba en su boliche vendiendo su alcohol pestilente, entre el humo, las voces roncas y el olor a café… Que los buenos y los otros entraban a la iglesia a lavar sus culpas… Y que las muchachas con sus bocas coloradas, sus polleras apretadas y el pelo suelto oliendo a colonia barata, caminaban las veredas de la plaza buscando amores o amoríos…

Era el mismo Benicio que cada mes, religiosamente, se ponía su camisa a cuadros deslucidos, entraba al banco y cobraba unos pocos pesos. Después, su figura larga y desgarbada se confundía entre la gente, saludaba a todos ceremoniosamente y se sentaba en el lugar de siempre de la plaza de siempre. Ahí se quedaba largo tiempo entre el perfume agridulce de lo azahares y la llovizna rosada de los lapachos, envidiando el poder de las palomas que pueden mirar la tierra desde lo alto.

Más tarde, en su motoneta desvencijada y ruidosa, regresaba a la casa, a esperar el riego o las lluvias, a cortar la leña y a soñar, ya con la Tomasa o con el ruido sordo que de tanto en tanto traía la creciente.

Jamás entendió porqué su madre le había puesto ese nombre y nunca pudo averiguarlo. Sólo recordaba aquella tarde de sus ocho años mirando azorado cómo la tierra cubría la endeble madera de esa caja donde extraños la habían metido, blanca y quieta, entre el llanto y el avemaría de las mujeres.

Se crió a los ponchazos entre una tía histérica que jamás le dijo que lo amaba, y un cura amanerado que contaba historias fantásticas con tal gracia y habilidad, que los dejaba mudos y duros como de yeso en esas tardes del convento, en el que su tía, cansada de sus inocentes fechorías, lo había internado. En aquellos momentos, ante la admiración de Benicio, desfilaban reyes y plebeyos, libertadores y opresores, santos y demonios. A todos ellos guardó en su cerebro; los mezcló en extraños amasijos hasta que, la infancia primero, y la juventud después, se fueron alejando de su existencia.

A pesar de sus estrecheces, Benicio poseía un tesoro simple como su vida, pero maravilloso para él: diarios viejos, revistas ajadas, algunos libros deslomados y… el televisor, único lujo de su pobre pasar. Ellos lo llevaban por el mundo.

Desde su niñez amó a los héroes y odió a los villanos que llegaban a él a través de las hojas mustias de papel manoseado y de la pantalla en blanco y negro… Así supo que existieron un Gandhi, un Luther King y un Che Guevara… Una mujer llamada Eva, un santo Angelelli, un René Favaloro y un hombre llamado Blumberg… Guerreros, poderosos y despojados.

Que hubo una ciudad llamada Hiroshima.

Que una noche de frío, el hombre profanó la celeste pasividad de la luna.

Que a las madres les arrancaron sus hijos y las abuelas buscan el rostro de sus nietos.

Que sus hermanos de Malvinas no entraron por la puerta de la gloria.

Que los basurales son la olla sin tizne de los nadie.

Que las manos son inertes herramientas cuando no hay trabajo.

Aprendió, lleno de broncas y preguntas sin respuestas, que los pobres diablos siempre serían eso, pobres diablos, como él, y que nadie, jamás, había cambiado nada. Y que los angelitos de la tierra seguían llegando al cielo porque no había pan ni leche…

 

Pedro Torres, su amigo de siempre, simple, bonachón y bruto hasta los zapatos, compartía con él los mates, algún vino y el pan con grasa, tanto como las discusiones; encrespándose como gallos de riña que amenazaban con tijeretear el cordón que los mantenía unidos desde hacía años, hasta que los motivos: el fútbol y los políticos y la Tomasa Gómez (que tomaba la presión en la salita, pinchaba trastes y curaba el empacho y a la que Benicio amaba en silencio) dejaban de ser importantes y, chupando la bombilla de la paz, todo quedaba ahí.

Benicio comenzó a desfigurar la realidad de los hechos troncándolos en fantásticos relatos de los que él aseguraba ser protagonista. Su amigo escuchaba, con paciencia franciscana, sabedor de que ninguno de los dos había salido de ese mundo pequeño y olvidado del pueblo.

Así estaban las cosas cuando, una tarde Benicio le anunció a su amigo que de ahí en más quería ser otro y largarse a los caminos a “salvar el mundo”, a buscar el amor, porque todo estaba podrido y el mal olor estaba llegando a ese pueblo y a esa plaza ignorada, sin mármoles ni bronce, habitada sólo por los pobres diablos y las palomas.

-Quiero hacer mierda la mala semilla, Pedro- discurseaba en gestos grotescos, mirando las uvas que, inocentes, pendían del parrón, imaginando que eran cientos de ojos verdes u oscuros que lo observaban.

Pedro comprendió que Benicio había perdido la chaveta sin más ni más. Tímidamente lo enfrentó.

-Acordate, Benicio, acordate y dejate de joder, ¿Cómo te fue aquella noche, en el velorio del angelito de Juana, cuando fuiste a insultar a los médicos y te la agarraste hasta con Dios porque dejaron que se muriera, y repartiste piedras y trompadas? Fuiste a parar preso, te pintaron los dedos y saliste maltrecho y peor que una hilacha y nadie te dijo ni gracias. De ahí nomás el pueblo de mierda éste te colgó el letrero de colifato.

A pesar de todo, Benicio, con su tozuda enajenación a cuestas, y el otro, por cansancio o lástima o vaya a saber qué, “cabalgando” el trasto viejo de la motoneta. Iniciaron el “viaje” hacia “no sabían dónde” o “hacia donde Dios nos haga llegar” rimbombantes palabras que les daban fuerza y valor.

La motoneta rodaba por la ruta como atacada de tos, rezongando y amenazando dejarlos varados en medio de la nada, bajo el peso de “el salvador del mundo” y su rechoncho amigo que habían decidido curar ciertos males y encontrar el amor.

Benicio, delirante, imaginaba que los álamos eran otros guerreros justicieros que, unidos a sus sueños, los acompañaban. Pedro, apretado a los huesos de su compañero, sólo veía una ruta gris e interminable y sentía el cosquilleo de sus piernas estremecidas. Los pájaros en lo alto, giraban indiferentes cumpliendo sus rutinas: -¡Mirá Pedro, nosotros también llegaremos hasta el cielo… ya estamos volando…!

Entonces, debieron detenerse en la plaza de siempre, desconocida ahora por una maraña de seres convulsionados, entre humo negro, estruendos, tambores y cánticos, insultos, reclamos, que nadie sabía hacia dónde iban dirigidos, luchando con los hombres de azul y sus garrotes. Por un momento Benicio creyó estar frente a su pequeño televisor, cuando admiraba a esos que se animan a gritar sus verdades y… ahí nomás nace un líder, un héroe, o un hipócrita.

Los ojos desorbitados de Pedro lo vieron abrirse paso a los manotones trepar al improvisado escenario y entre chiflidos y burlas, largar su discurso de siempre, cuando sólo lo miraban las uvas con sus ojos de mieles, ya verdes ya negros… Y vio al hombre de azul y casco de guerrero apalear las espaldas y la cabeza de Benicio que cayó pesadamente. Pisoteado, pateado, la horda acalló sus sueños y su discurso. Pedro vio la sangre correr por su cara y detenerse en su camisa a cuadros mientras hombre de azul buscaba a otro pobre diablo para hacerlo callar… Pedro lo ayudó a incorporarse a duras penas.

Poco a poco el gentío fue haciendo claros en la plaza de siempre. Allí se iban la Tomasa, los maestros, los curas, el muchacho del banco que le pagaba cada mes, las mujeres con sus criaturas a la rastra… Indiferentes… Sudorosos… y en paz, con invisibles trofeos. Los buenos y los otros.

Montando en los fierros gastados desandaban la ruta gris, interminable. Pedro sentía sobre sus espaldas anchas y grasosas, el cuerpo inerte de su amigo.

-Mañana… Pedro…- balbuceaba -mañana vamos a irnos de toda esta mierda…

Pedro lo dejó caer sobre la cama, le limpió la sangre reseca de su cara y le acomodó la camisa a cuadros desgarrada.

-Tenés razón, Benicio… mañana…

Escuchó pasos y se arrimó a la ventana. La Tomasa atravesaba el patio, y el cura que contaba historias allá en la niñez, y las madres con sus hijos, y la Juana… Los hombres de azul aún no habían llegado pero él sabía que estaban ahí… agazapados…

 

La Tomasa, servicial como siempre, le cerró los ojos a Benicio. Le puso las manos sobre el pecho y se santiguó. Pero se olvidó de besarlo y de decirle que lo amaba.

Pedro salió al patio desierto, acarició la cabalgadura de fierros viejos.

-Mañana- le dijo -mañana será otro día… ¡Ustedes son testigos!- gritó mirando las uvas…

 

A lo lejos alguien cantaba… “Quiso volar igual que las gaviotas… y los demás pensaron… pobre idiota…”

Pedro entró a la cocina y se puso a preparar el mate…

-Mañana, Benicio… mañana será otro día…

 

2º Premio Secretaría de Cultura de la Provincia Feria del Libro Homenaje al Quijote, 2005