Nacida en el año 1983, llegando junto con la democracia, y crecida entre buenas y malas elecciones.
Rodeada de escultores, médicos y docentes; la medicina cuenta como un gran aprendizaje pero una de las malas decisiones, dejando una carrera inconclusa; finalmente la vocación docente gana la partida y entre idas y vueltas recibida de profesora de lengua y literatura.
Actualmente docente por carrera, y aprendiz por naturaleza; viajera de ruta y de sueños, escritora amateur por necesidad desde siempre, melómana, fundamentalista de la gramática como defecto o virtud, melómana y adicta a todo lo que sane el alma.
Creciendo siempre. Aprendiendo siempre.
Rojito y arrugado dicen, como un regordete manojo de carne, pesado de cargar tantos sueños ajenos; quienes lo vieron al nacer aseguran que parecía normal, hasta feliz de haber salido al fin del recoveco oscuro del vientre de su madre; dicen que la mujer lo apretujó entre sus tetas inmensas y que asfixiado entre las montañas de carne caída, se volvió tonto y desconfiado. Otros, dicen que ya al nacer era raro, vacío, volátil, de mirada tan silenciosa y honda como aljibe reseco, que lloraba como ríen las hienas y que helaba la sangre verlo moverse sinuoso y viboresco entre las mantas azules.
Dicen que de niño reía poco, pero que la risa sonaba a sirena, esas sirenas que al escucharla no sabes si esperar la ambulancia o la policía. Dicen que cada cabello parecía una aguja de tan lacio y que acomodar sus mechones era tarea perdida, por eso parecía criado por lobos cuando lo veían correr despeinado por las calles del barrio. Otros, lo recuerdan callado y de mirada tan puntiaguda como los cabellos, tan libre como rebelde, de cordones desatados y rodillas peladas. Todos coinciden en que su lengua era peor que su aspecto, y que verlo abrir la boca provocaba el pánico hasta de los viejos que poco escuchaban ya. Irrespetuoso, de vocabulario sucio y vómitos ácidos, sordo para los retos, callado para las cosas importantes, se atoraba de tantas cosas no dichas que al final no podía más que escupirlas haciendo brotar torrentes de sangre en quienes lo escuchaban.
De joven, todos lo recuerdan de pensamientos vagabundos, de vestimenta linyera, de hombros cansados y brazos tan largos que podía tocarse los tobillos huesudos sin agacharse, de espalda encorvada como si aún le pesaran aquellos sueños de sus padres, aquellos sueños no cumplidos. Un melancólico sin futuro, escritor obtuso de letras rasas, una tabula abandonada y sola, como él, solo. Y pienso ahora, que quizás esa soledad conquistó el alma de mi madre, sanadora compulsiva de causas perdidas; y qué perdidos acabaríamos todos después de eso.
Dicen tantas cosas ahora, las palabras sobre él suenan a historias de siesta caliente bajo el naranjo, y su imagen se mezcla grotesca con el mikilo y el alma mula. Pero real, porque aunque no viví el bebé extraño, ni lloré por el crío irrespetuoso, ni me lamenté por el adolescente melancólico; vi el hombre, vi sus sombras, sus miedos, vi sus mesetas de ánimos cambiantes, y el badén de oscuridad donde se sumía por momentos. Lo vi perdido en las lágrimas de mi madre, reencontrado en sus sonrisas, lo vi con la garganta confundida entre insultos, halagos y perdones desprovistos de empatía.
Dicen… dicen… dicen… y de tanto decir la verdad se convierte en mentira y la mentira en leyenda como decía mi abuela, mujer sabia y enorme cuya cintura podía competir en diámetro con una rotonda y sus palabras en versos con el mismísimo Bécquer. Tenía la labia de mi padre y la fuerza que le faltaba a mi madre, tenía la mano dura como mi padre y los abrazos apretados como mi madre, y de eso sí que yo sabía mucho.
Al final, lo que sé es lo que vi, solo lo que vi, aunque las imágenes se vuelvan nauseabundas y fantásticas en mi mente. Lo vi inseguro, compitiendo con el reflejo en su espejo, quebrado de tantas miradas vacías, sepultado en pilas de porqués, de cuándos, de ojalás, lo descubrí en ocasiones espiando desde su oscuridad la brillantez ajena, apagándonos un poco cada vez. Dudando siempre, apresando las libertades ajenas como si así se pudiera lograr una sumisión obediente, una entrega que con el tiempo se hizo más miedo que cariño. Seguíamos ahí, eso decían todos, eso me preguntaba yo, seguíamos ahí como si cada desvío siempre nos devolviera a sus rodillas, a sus laberintos, como si fuera adictivo perdernos en sus caminos rogando al final que el minotauro duerma para descansar también.
Lo vi obsesivo, observador de su desorden ordenado, cansado de mover sus obsesiones en estantes, contando las vueltas en la hornalla o caminando eléctrico apretando mi mano y obligándome a esquivar las grietas de las baldosas viejas, llenando de polvo ébano la piel trigueña de mi madre, dejando que la vida nos pase a través de la ventana, enorme, oscura, de barrotes tan gruesos y fuertes como se habían hecho sus brazos; pero qué puedo saber yo de aquel tiempo, mis percepciones eran inversamente proporcionales a mi tamaño. Yo pequeño, el grande, mientras más pequeños, él más grande.
Mis pensamientos se aclaran en algunos recuerdos, pero se mezclan confusos con lo que dicen, más allá del tiempo siguen diciendo. Y dicen que al final era un gordito bonachón y de buen trato, amigo de sus amigos, de abrazos apretados, y bolsillo suelto; y recuerdo sus abrazos aunque a mí hoy me saben a perfume rancio y dolor de huesos, y sus bolsillos siempre rotos a penitencias absurdas. Lo recuerdo… también lo recuerdo así, sonriente; pero mientras me aferro a ese recuerdo, me araña la imagen del hombre tras los muros de ladrillo visto y cortinas amarillentas, el violento, desesperanzador de esperanzas propias y ajenas, borrador de futuros, sal de lágrimas y morado barroco. Lo recuerdo disfrazando de excusas las cachetadas, y camuflando de persona una bestia insegura que salía a veces, muchas veces, tantas que los recuerdos otra vez se vuelven difusos y dolientes.
Dicen que al final lo vieron volar, que cayó despacio como flotando, que sonreía, dicen que al final sonreía y movía las manos como saludando hasta las minúsculas gotas de llovizna que mojaban el asfalto caliente aquel verano infernal. Porque sí recuerdo claramente que llovía, llovía del cielo, llovía de los ojos de mi abuela achinados y escondidos tras las mejillas globosas, recuerdo que llovía salado de mis ojos aunque no recuerdo claramente la diferencia entre el dolor y el alivio. Otra vez los recuerdos se pierden incautos y recelosos, pero tras mis párpados gruesos en noches pesadas, él se dibuja suicida gris, desmemoriado, y entonces lo recuerdo dando ese paso que ahora me suena enorme pero debe haber sido pequeño, pequeño como la sonrisa de mi madre que parecía decirle adiós desde la cornisa, pequeño como las esperanzas que sobrevivieron a su caída luego de abrazar la muerte, despidiéndose de una vida que no fue suya pero que se llevó mucho de las nuestras.
Recuerdo poco, pero entre tanto que dicen, recuerdo ver mientras volaba aquellos ojos que no vi antes, quizás era el destino de aquel bebé regordete y arrugado, raro, vacío, volátil, de mirada tan silenciosa y honda como aljibe reseco… y al final nos dejó un poco así, resecos, vacíos, reconstruyendo los muros de ladrillo visto y sacando las cortinas amarillentas… tomó tiempo pero de eso, nadie dijo nada.
Primera mención, concurso de cuentos Feria del libro 2019