Álvaro Vildoza (La Rioja, 1991). Periodista y realizador audiovisual, actualmente vive en La Plata. Participó en las antologías riojanas “Los papeles que nunca nos unieron” y en “Invitados a escribir”, editadas por la Municipalidad de La Rioja y la Biblioteca Popular Ciudad de los Naranjos, respectivamente.
Sh. De nada sirve que te tapes los oídos. No. No hagas fuerza con las manos, no cambia nada, ¿oís? Sí: lloran.
No, tampoco. No busques refugio en una almohada. Están llorando. Y cuando lloran es por eso. Lo sabés. Lo buscaste. Lo leíste y te acordás bien. Te burlaste, te reíste y ahora estás ahí hecho un bollo mugriento, entre sábanas transpiradas de ¿qué? ¿Miedo? Terror, eso tenés. Vergüenza te debería dar. Asco, tu incredulidad.
Desenchufá el despertador si se te antoja. Acabás de apagar la única luz que había en la habitación. El click del segundero iluminaba apenas la pared. Sh. No tiembles. A ver, mirá un poco a tu alrededor. Eso. Sacá la cabeza de entre las frazadas. ¿Qué ves? Lo suponías, pero te gustaría haber comprobado lo contrario. Una lástima. Nada. Sólo aquel aullido. Y ahora, éste. ¿Escuchás? Y otro.
Ni los pies podés mover, cagón. Podrías levantarte y acercarte a la ventana. La noche no está clara, no. Tampoco quisiste creer que sería tan pronto. Que sería sin luna. Que no habría nadie en la casa. Que con vos no habría testigos. Sh. No pretendas competirles con el chirrido cobarde de tus dientes.
Respirás entrecortado. Tus dedos ya empezaron a tensarse, los músculos de tus piernas se acalambran lentamente. No te adelantes. Ya vendrá y se juntará con vos. Escuchás que se aproxima. Te imaginás la esquina, el cartel del almacén de Don Ernesto apagado, las cortinas de hierro impenetrables. El árbol del que te colgabas cuando eras un niño, cuando eras curioso. No fue hace tanto, ¿no? Hacé memoria. Ahí lo leíste, a la sombra de ese árbol. Sabías que no eran cosas para chicos, que tu papá te lo había prohibido. Esas cosas son mejor no saberlas jamás. Te lo había advertido tu abuelo.
Leyendas. Mitos. Mentiras, pensaste. Ni siquiera se lo contaste a Juan. A él le apasionaban esas historias. Pero te pareció tan insignificante –sh, escuchá- que ni siquiera abriste la boca. Juan les tenía respeto a estas cosas. Los escuchaste con lo de él en el hospital, y después con lo de tu tía, pero seguías negando lo indudable. Un capricho estúpido. ¿Ahora entendés, no? Tan sólo si te acercaras a la ventana unos segundos…
Te imaginás las fauces, mínimamente abiertas. Los dientes filosos dejando pasar el fétido aliento que agrieta el silencio hasta llegar. A vos. Al borde de tu colchón roñoso. Sentís el aire caliente en tu oído. Escuchás la agudeza hiriente de los aullidos. Te los imaginás acompañándola. Unos, atrás, otros a su lado. A su paso. Volvés a ver la esquina, el cartel del almacén apagado, el árbol, las rejas de la casa de Doña Alicia.
Abrís los ojos. Te movés rápido. Te duele el cuerpo. Te dan arcadas. Tratás de incorporarte pero es difícil. Probás intentando sostenerte con los brazos. Buscás algo. El teléfono está muy lejos. Dejaste el celular en la cocina. Se te ocurre caminar hasta ahí, pero tenés que abrir la puerta e intuís que –te gustaría con el alma negarlo, pero estás casi seguro- están escondidos al final del pasillo. Agazapados. Te esperan.
Desistís. No es tarde. Faltan muchas horas para que amanezca. Pensás que quizás no llegues a ver amanecer. Pensás que fue linda esa madrugada con ella en el dique. Pensás que de verdad te gustaba. Pero te olvidás, hijo de puta, lo que hiciste aquella vez.
Pensás en ella. Pensás en el auto, adentro, los asientos, las manos, sus piernas, tus dedos, el camino, las curvas, los policías ausentes. El túnel. La piedra y los grafitis. Su boca. Sonreirías pero se te resquebrajaría el rostro. El freno. La arena. La maniobra, el golpe seco. No tenés el coraje para disfrutar del recuerdo. La respiración unísona de ellos se confunde con la tuya. El latido es uno solo, que viene de debajo de las colchas, no hay otro. Pero falta poco para el silencio, la afonía. Y temblás.
No lloriquees.
Rengueaba. Ahora la memoria te horroriza. Rengueaba doblando la patita. Daba saltos cortos. Ella miraba asustada. Te gritaba. Vos gritabas. Gemía y daba saltitos, doblaba la pata. El cascote. Ella que pedía que no lo hicieras. ¿Qué querías demostrar? ¿Qué? El golpe. El aullido. ¿Escuchás? Sh. ¡SH! Oí. El aullido, las piedritas derrumbándose. El llanto. El aullido.
El beso. Sus ojos, lloraba. Te reías.
Gruñen. No ladran, gruñen y tiembla el suelo. Escuchás el portón, afuera, vibrando. Se acercan. Te reconocen. No te olvidaron. Vienen. La acompañan. El libro, podés evocar cada letra. Un sombrero. La oscuridad no te va a dejar llegar. No podés ni pararte. Percibís diáfano el sonido de sus pezuñas contra la baldosa, el pasillo, la puerta. Sh. Tranquilo. No será lento, no. Como las piedritas golpeando los cardones, cayendo. Rengueaba. Y ahora vos no sentís las piernas.
El portón hace ruido. Se golpea. No es viento. Se golpea. Es su aliento. Más cerca, caliente. Aúllan y te tapás con las manos las orejas, te lastimás. Abrís la boca, la mandíbula te duele, la abrís más aún pero seguís escuchando la estridencia de sus dientes detrás de la puerta. Gruñen. Afuera se escucha que lloran, cinco, ocho, diez. El vidrio cruje.
Arañan el piso con las uñas. Te imaginás los hocicos apenas abiertos y te duelen el oído, el alma, la boca. Escuchás el chirrido lánguido en el vidrio. Lloran, aúllan.
Jadean. Vos, ellos, jadean.
Si tan sólo te acercaras a la ventana.
1 Nota: Se dice que los perros anuncian la muerte; ven las ánimas y aúllan. Se dice, también, que cuando se mata a un perro, los demás saben quién lo hizo y tarde o temprano se lo cobran.
Primer premio. Concurso literario «Cuentos Perturbados». Noviembre de 2011. Municipalidad de La Rioja
Hice que te mandaran el mail porque no contestabas el teléfono-me dijo mi hermano, por Skype, media hora después de que me llegara un enlace para ver el velorio de mi viejo por internet.
Era cierto. Estaba en la cama y hacía frío. Vi que llamaban desde Argentina, y no quise contestar. Puse el celular en silencio y sin vibrador, como cada vez que sonaba, desde hacía dos años, cuando me fui enojado con La Rioja entera. Dejé que llamaran. Al rato, esperando algún e-mail de Franca, me encontré con las condolencias de una casa funeraria y la formal invitación a observar “desde un punto estratégico” el féretro de mi padre, las sillas a su alrededor, y la gente que llegaba. Además, podía hablar con cualquiera que se pusiera los auriculares y se sentara frente a la notebook, ubicada al fondo de la sala.
Había sido una semana caótica. Tenía que entregar unos planos y modificar unas aberturas para un cliente. Tenía que lograr que mi novia volviera a casa. Tenía que acordarme de revivir sus flores resecas del balcón. Tenía que arreglar la madera del pasillo porque ya me había comprometido con los vecinos.
Franca me dejó un jueves a la tarde. Habrán sido las siete, siete y media. Yo estaba viendo la repetición de un partido de tenis. Ella gritaba y llenaba ceniceros. Entre reclamos y planteos vació tres y medio en el tacho de basura. El partido fue a cinco sets. Cuando cerró la puerta, por última vez, todavía quedaban colillas sin tirar. Actualicé la bandeja de entrada porque esperaba encontrar algún e-mail, en un italiano culposo y apasionado, como los que siempre escribía ella. Pero no.
En cambio, recibí un mensaje con el membrete frío, lánguido y azul de la casa velatoria. Las letras eran negras y pequeñas, el mensaje sintético, más parecido al de un catálogo que a una invitación. Y sin embargo lo era: acababan de invitarme al servicio de mi papá.
Al principio me pareció una propaganda, de las que llegan todos los días. Pero debajo del encabezado decía: “Esposa e hijos de Pelagio Jacinto Dávila invitan…”. Dos líneas más abajo, dentro de un recuadro gris, estaba la dirección web desde donde se podía ver casi en tiempo real -la página indicaba un retraso de veinte segundos- todo el velorio.
Tragué saliva. Todas las charlas que nunca tuvimos fueron pasando con violencia por mi garganta mientras buscaba la camisa negra que Franca me había planchado unos días antes de irse. En calzoncillos y camisa hice click.
Se abrió una página. En letras rojas se advertía: “Las imágenes pueden resultar fuertes o traumáticas”. Abajo, una ridícula flor azul, y a su lado, en verde, un botón con epitáfica tipografía: Conectarse.
Ahí estaban. Mi mamá, sentada al lado de mi hermana y mi tía. Mi hermano Julio, de pie frente al cajón. Se veía todo bastante bien, en pantalla completa.
Había otra gente. Los tíos que aparecían en casamientos, bautismos y navidades, para comer y emborracharse, ese día tomaban café, sentados en hilera como hormigas. Algunos primos también pasaban, como quien pasa a saludar a los otros primos. Reconocí a algunos amigos de mi viejo. Faltaban varios. ¡La pucha, nadie se muere en la chaya! se lo escuchaba gritar al sordo Páez. Y estaba yo, abajo a la derecha del monitor, en un recuadro pequeño, oscuro porque aquí ya se había puesto el sol y la luz de la lámpara no me iluminaba la cara.
Lo que dijo el sordo Páez era verdad. Era febrero; la chaya se festejaba afuera; y las demás salas estaban vacías: nadie se muere en carnaval. Vi a mi hermano acercarse y colocarse los auriculares. Me saludó.
Papá murió casi acostado, en el sillón, con un almohadón que no dejaba que su cuello descansara del todo cómodo. Mamá se había ido a acostar; cuando se levantó, escuchó que Canal 9 ya había dejado de transmitir el festival y que papá no roncaba.
Julio sí había compartido tardes de carnaval, habían ido juntos al Rancho de Mario, él había cortado la albahaca de la huertita del fondo de casa. Él se había quedado. Y ahí estaba, se seguía quedando, con mi viejo al frente.
Detrás de las palabras de mi hermano sólo se oían charlas en susurros, pero no había sollozos ni espectáculos. La mami llamó a la llorona pero está en lo del Negro Matta, dijo Julio en media sonrisa.
De repente se escuchó que la puerta se abría. La habían cerrado por el aire acondicionado. Acá hierve, ni una gota cayó, imaginé que dirían. Los pequeños parlantes de mi computadora comenzaron a saturarse. Golpes roncos de caja viajaban por los aires sobre el Atlántico. ¿Te acordás que lo dijo? logré captar leyendo sus labios.
Con bastante esfuerzo pude escuchar lo que estaba ocurriendo. Bajaba y subía el volumen, y con interferencias oí lo que cantaban:
El día que yo me muera
Que sea pal carnaval
Que me entierren boca abajo
Pa beberlo al arenal.”1
Eran los Molina, los González, los Mercado, los Díaz, niños y grandes, hombres y mujeres. Ni siquiera el “Burro” Solano, asiduo visitante de los velorios, evitaba hacer de cantor.
Mi mamá se levantó. Julio me había dicho que no había querido hablar con nadie, ni siquiera con él. Así que seguramente no sabría que yo estaba -online- ahí. Miró a la gente que llegaba y se apartó.
Rodearon el cajón. Mi hermana cantaba. Mis primos cantaban. Mi mamá se había quedado parada, en la esquina, a mi lado supongo, porque no la veía. Tiraban harina, poquita, poquita para no ensuciar mucho decía la Negra Díaz. Cantaban vidalas.
Con la albahaca en la oreja y el adiós en la voz. Mamá dio un paso al frente, y pude verla de perfil. Recuerdo que alguna vez habían discutido porque a ella no le gustaba que papá tomara tanto vino y volviera tan tarde. Vos sos puntana, chinita, le ganaba siempre la batalla mi viejo. Pero hoy entendió. Y sus lágrimas caían silenciosas sobre sus labios sonrientes.
Habrán pasado unos minutos, unas horas quizás. Llegaba cada vez más gente. Con cuidado me levanté de la silla, y me puse un pantalón. Me preparé un café. Volví.
Los ojos pardos de mi mamá estaban esperándome en la pantalla. Hola hijo. Despidasé de su papá. Me levantó, me rodeó con sus manos. Me abrazó. Y me deshice en niño, fui Abelcito. Fui el chico de los dibujos del Mikilo; el nene de las bombitas y el balde, subido al techo; el arquero estrella del 6° A. Fui el que le dio el primer beso a la Valeria Mercado.
Mi mamá me llevó al lado del cajón, con esa autoridad de madre de la que nunca dudé y desde ahí fui el gordito de la Querandíes, el changuito de Don Pelagio, que iba a decir chau pá; y llorar. Y entender.
Me sorprendí escuchando a mi eco diciendo que iba a volver. Sin picazón en la garganta. Sí má. Dejame que arregle unas cosas acá. Ella miraba sin asombro, ya sé, te estamos esperando.
Salí al balcón a fumarme el pucho de los velorios. Ya estaba aclarando. Miré el piso, y luego mis manos. Esas que lo habían abrazado cuando a la siesta íbamos en la Zanellita roja a comprar el vino, y alguna cosa dulce para la mami que se quedaba en casa, haciéndose la enojada. Miré las macetas. Las flores estaban húmedas, como despertando. No había llovido, no era aguanieve. Yo sabía qué era. Y sonreí, como mi vieja.
1 Duende fiestero-Takirari. Letra: Pancho Cabral. Música: Jorge Peña y Julio Gallego
Primer premio. 1er Concurso de Cuentos «Febrero Chayero». Febrero 2011. Dirección de Letras y C.G y M. de Bibliotecas Populares. Subsecretaría de Cultura y Turismo Municipal. Ciudad de La Rioja.
insecto atraviesa los barrotes de la gran ventana del baño, sobrevuela el armario y se interna en el alto y mínimo espacio que queda entre el techo y la madera del mueble. Ahí se queda y hace su ruido.
Ernesto mira, sentado sobre la tapa del inodoro, esperando. Detrás de la puerta hay un pasillo que lleva a una sala amplia y llena de platos de todo tipo. Entre los platos, las alacenas, la mesa ratona, los sillones con tapizado de flores violetas, no sobrevuela ninguna avispa; tampoco una mosca. No hay tsssssss. No hay sonido en el living cuando la avispa construye su nido en el baño. Hay paz. El niño lo sabe, sólo tiene que esperar y escuchar el ruido frente a él.
Todavía no han comido. Es la una y media y él tiene hambre. Intempestivamente, el bicho sale de la sombra inaccesible. El niño no quería que eso pasara, siente que la avispa lo mira pero no le importa. Afuera hay silencio, ellos todavía no han hablado. Se le ocurre que la avispa lo observa, lo mide, seguramente calculará sus próximos movimientos. No piensa hacer nada, está sentado sobre el inodoro sosteniéndose las rodillas con los brazos. La ventana sigue abierta, las rejas siguen tan distantes como en un principio. El avispero quedará en suspenso. La avispa lo mira, pero él sabe que no le pide nada. Ocurrió lo mismo hace dos semanas. Intenta una disculpa por lo de esa vez: fue mamá, murmura, lo envenenó mamá.
Vuela. Se mantiene en el aire a apenas una veintena de centímetros de su cara. Se retira con pesada solemnidad. Ernesto escucha que en el patio chirríen las cadenas de las hamacas porque hay viento. Se inclina hacia adelante para ver por la ventana. La avispa sobrevuela un cantero en el jardín. Por encima de la tapia ve el cielo gris, cargadísimo, pero no va a llover. Piensa no me lo dijo nadie pero yo sé que no va a llover.
Silencio en el baño. Del otro lado, el primer grito. Vibran los platos y las paredes. Uno de los dos golpea la mesa, el temblor recorre el pasillo y vibra la tabla del inodoro debajo de Ernesto. Otro grito y el estrepitoso caer de un vidrio, después otro, y un sonido más agudo: algo como de cerámica se rompe. Cerámica de la tía Anabel. El cenicero.
A los padres de Ernesto les gusta coleccionar platos. Él no sabe por qué. Algunos tienen figuras, paisajes, retratos de gente importante pero desconocida para él. Son de vidrio, de arcilla sin cocer, de porcelana, de bronce, de plata. Su papá lleva uno nuevo cada dos semanas, casi siempre los miércoles porque va al centro de mañana. Su mamá lo abraza, lo besa. Cuchichean en la mesa. Después viene el ritual de encontrarles lugar. Ambos recorren todo el living con la mirada. Desde la hora del almuerzo empiezan a mirar de reojo porque la cocina da directamente a ese salón. Se ríen mientras recuerdan en voz alta la historia de alguno de los platos, que acá cumplimos diez años, que con éste decidimos irnos a Córdoba ese verano. Se dicen cosas al oído y ponen caras ridículas, se miran melosos, el papá de Ernesto la besa en los párpados, ella se agita y hace mmmmm y le muerde la oreja. Después él coloca un clavo si el plato es para colgar, o hace lugar en una repisa pequeña para los que vienen con patita.
La semana transcurre así y cuando todos almuerzan, miran el plato nuevo. Los primeros mediodías, que es cuando está Ramiro, el papá de Ernesto, hablan un poco entre ellos, del tiempo, de las noticias. La radio está siempre prendida. La mamá escucha mientras cocina a una mujer que habla del horóscopo. Ramiro estaciona el auto, abre la puerta y corre a girar la perilla para cambiar de estación; no los saluda, ni a su mujer ni a su hijo pero mira hacia donde está ella y dice que cómo puede escuchar semejante pelotudez. Llega y dice qué pelotudez escuchás, Amanda. Ella frunce la boca, se le arruga toda la cara en torno a los labios, los ojos se le vuelven insignificantes, pero no dice nada. Después comen. Y miran el plato nuevo y radiante que está en living. Les gusta mirarlo, Ernesto lo sabe porque pasan minutos eternos contemplándolo. No sólo aman el plato sino su ubicación especial y qué tiene a la derecha, y arriba y abajo, y por todos lados, los demás platos.
Los domingos, Ramiro se queda en casa todo el día. Se levanta y despierta a Ernesto. El chico corta el césped todos los domingos. Todos. Aunque no crezca porque no llueve. Y cuando no hay pasto, pasa la máquina igual y su papá mira desde el lavadero. Amanda cocina, hace fideos y un postre, siempre hace un postre, con chocolate o nueces, o dulce de batata. Ramiro fuma y toma vino sentado en el lavadero mirando al patio.
Cuando almuerzan los domingos ya no miran hacia el plato nuevo, ni hacia los demás. Miran el suyo, el que tiene la comida. No se hablan. No importa si hay truenos o se ven relámpagos como hoy, más temprano. No importa que esté afuera la ropa que Ernesto colgó cuando terminó de cortar un pasto que no hubo. Nadie dice que va a llover, nadie dice que no va a llover. Nadie dice nada y el nene juega con los cubiertos sobre el plato vacío. Poné la mesa, le había ordenado su mamá; y agregaba como si él no supiera, como si ella no se lo repitiera todos los días: poné los platos de diario, ¿eh?
Él ordena todo, dobla las servilletas, seca los vasos, descorcha un vino nuevo, sirve jugo en el vaso de su mamá y en el suyo. No hay voces ni en la radio. Se escucha un bandoneón peleando con un tango de lluvia. Se sienta a esperar la comida y ahí es cuando empiezan.
-Fun…cla…-murmura ella mientras mueve las manos de arriba abajo, nerviosa. Hace gestos por encima de su vientre, da golpecitos sobre la mesada y farfulla con la voz entrecortada.
-Otra vez, otra vez- se queja el papá de Ernesto desde el patio. Ernesto apenas logra escucharla aunque esté a su lado pero su papá parece oírla claramente desde el patio. Un segundo más tarde él camina hacia la cocina.- Otra vez, Amanda. ¿Cuántas veces, cuántas veces?
Ella se mece frente a la mesada. El hombre la sostiene con fuerza apretándole los hombros. Él también dice algo pero no, Ernesto no entiende. Su papá se impacienta. Ha dejado el pucho en el cenicero que le regaló la tía Anabel para un cumpleaños. Ya está, le dice, ya está Amanda, ¿otra vez? Está molesto y carraspea.
Se sientan a la mesa y ella mira furiosa a su marido. Aprieta los dientes y se los muestra. Mueve la cabeza y el pelo se le va a los ojos. Él vuelve a decirle -como hace dos domingos- que no es así, que no tiene razón, que está hablando pelotudeces. Ernesto sigue preguntándose qué cosas dice mamá si no la entiende, pero ella le contesta a su papá que lo sabe, que hace meses lo sabe.
Mirá, mirá los platos, le pide él y le señala el living. Mirá los platos, repite arrugando el ceño, lo que lo hace parecer apenado. Amanda dice que ya nada importa y se lleva la mano a la frente, como en las novelas. El papá de Ernesto golpea la mesa y se pone de pie.
-Y el otro día qué, entonces. ¿No te gustó? ¿Qué querías, acaso? Otra vez con lo mismo. Mirá ese, el de Bariloche. Ba-ri-lo-che. Trescientos pesos y ahora me venís con lo mismo.
-Vos sabés bien lo que opino de eso. Vos sabés que estoy cansada de lo mismo.
-El otro día no parecías nada cansada, Amanda. ¿Cómo querés que te entienda? Bariloche, Amanda.
-Es que no te das cuenta, vos. No te das cuenta-. Había empezado a llorar.
Ella ahoga un grito y se acomoda en la silla. Cierra la boca y lleva los labios hacia adelante. La frente vuelve a arrugársele y sacude las manos. Ernesto, ¡al baño, ya! le ordena su padre, y que no salga hasta que él no se lo diga.
Entonces aquí está, hambriento. Los platos se rompen de a dos. Gritan pero él no logra comprender nada. No tiembla, tiembla el suelo y la puerta del baño, y las paredes. Pero él no. Ya está acostumbrado, de verdad.
Más platos. Se quiebran de a dos, de a tres y él se entretiene imaginando los pedacitos, su forma, qué parte de la cara retratada en la cerámica queda en qué rincón del salón. Será la nariz, o alguna parte del paisaje, la casita al lado del árbol tal vez.
La avispa vuelve y sobrevuela delante de la cara del niño. Él desde el fondo de su acostumbramiento le agradece. Vuelve a su avispero en construcción y ahora sólo se escucha el tssssssssssss. No llueve y el cielo ya está más claro. Nada vibra más que la labor del bicho. Ernesto se toca la panza y las tripas se le contuercen pero no suenan. Su papá toca a la puerta y le dice que ya puede salir. Está fumando y sostiene otro cenicero, no el de la tía Anabel.
El living es un cementerio de trizas. Ernesto calcula rápidamente que la mitad de los platos están destruidos. Su mamá señala el lavadero. Él busca entonces unos diarios viejos, la pala y la escobita y empieza a juntar. Ellos se abrazan y le avisan que ya vuelven. En la mesa siguen vacíos los sobrevivientes comunes. Su papá arranca el auto.
1er Premio del “Concurso de Cuentos Osvaldo Lamborghini”, organizado por la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata. 2012.